sábado, 29 de abril de 2017

LA LUZ DEL MUNDO (XXV): La Iglesia de hoy (3ª parte)

Consecuencias de la conversión.- La falta de conversión, de auténtica fe en nuestro corazón, nos ha llevado a contaminarnos del mundo y es causa de muchos males que aquejan a la Iglesia. Por eso en mi escrito anterior he intentado desarrollar el contenido de esa conversión, de la mano de la Escritura, para así saber donde están nuestros fallos. De este extenso desarrollo (no me atreví a cortarlo ni parcelarlo) me interesa, antes de seguir, resumir en unas líneas lo esencial.

Dios es el centro de nuestra vida: nuestro creador y destino, que debe marcar todas nuestras decisiones por la simple razón de que es el dueño y señor de todo y, por tanto, a Él debo someter mi voluntad. En Él debo confiar por encima de todo aunque muchas veces no entienda sus planes y situaciones. Nuestra seguridad no está en el dinero, nuestra paz no está en los placeres y la distracción, sino en el Señor. Y ¿cuál es la voluntad del Señor?; que le acompañemos en el cielo pasando por la tierra amándonos unos a otros como Él nos ha amado, hasta la muerte y muerte de cruz; sin amor, sin obras, nuestra fe es estéril y nuestra vida vacía, pues estamos hechos por el amor y para el amor; vamos contra nuestra propia naturaleza cuando nos encerramos en nosotros mismos y prescindimos de los demás, incluso a la hora de practicar nuestra religión. Este encastillamiento individual tampoco resulta aceptable cuando se practica en grupo como sucede a veces en el seno de la Iglesia, una en Cristo Jesús.

Mi fe debe estar cimentada en mi corazón, considerada como un tesoro; así, practicarla, será motivo de gozo y no una carga impuesta o un ejercicio de hipocresía. Por eso, el reto personal de cada uno: descubrir el amor de Dios en nuestra vida para que nuestro corazón salte de gozo; llegar a asimilar que soy hijo de Dios con todo lo que eso supone, pues parece mentira que un ser, como yo, haya sido elevado a tal dignidad, por encima de los ángeles. Y todo por puro amor de Dios; extraordinario regalo, sin mérito alguno por mi parte y, lo que es más, pese a mí demérito por mis traiciones. Así que es el amor de Dios , llevado hasta el extremo de la cruz, el fundamento de la justificación personal que alcanzamos a través del amor y el corazón; el cumplimiento de la ley no justifica a nadie si no está detrás el corazón; éste, llegado el momento, me impondrá unas metas superiores a la ley, si bien, paradójicamente, serán más fáciles de conseguir porque contarán con la fuerza del amor de corazón y el Espíritu Santo que anidará en mí. Jesús no vino, dice el Evangelio, para abolir la ley sino para darle plenitud en el amor; la ley está para que tomemos consciencia de nuestras limitaciones, y comprendamos la absoluta necesidad que tenemos de la misericordia de Dios.

Y “el camino, la verdad y la vida” es Cristo, en quién el Dios invisible se nos ha dado a conocer y que de modo especial permanece en su Iglesia pese a los errores que cometemos sus fieles, jerarquía incluida. Pero no hay lugar para el desánimo porque Jesús lleva la iniciativa y la batuta; Él no murió por los justos ni por los santos, sino por los pecadores y los impíos.

Queda resumido mi escrito anterior, donde doy respaldo bíblico a todo esto. Como fue muy extenso, he creído necesario hacerlo para que el mensaje quede nítido y no se pierda su perfil esencial. Y ahora prosigo el desarrollo de las muchas consecuencias que la fe implica.

La fe profunda viene de la mano del conocimiento de Dios, de quién procedemos y a quién vamos. A medida que conocemos a Dios nos vamos conociendo a nosotros mismos ya que hemos sido hechos a su imagen y semejanza para poder llegar a unirnos a Él tras un proceso de perfeccionamiento en nuestra vida; proceso en el que vamos madurando en nuestra esencia. Poco a poco nuestra fe, nuestra disposición a hacer el bien, va dejando de ser una carga, una obligación, y se convierte en una devoción, en una fuente de felicidad; nuestra paz no la encontramos entonces en hacer lo que nos apetece, nos gusta o nos es cómodo, sino en hacer lo que debemos hacer, la voluntad de Dios, aunque nos cueste un esfuerzo – “…hacer tu voluntad es mi deleite y yo llevo tu ley en mis entrañas” (salmo 39) - Por eso muchos, sin la fe suficiente, no entendemos nuestra felicidad sino va de la mano de hacer lo que nos da la gana, de la falsa libertad de buscar nuestra satisfacción; todo, y a todos, lo juzgamos según lo que nos aportan; no comprendemos el sacrificio por nada ni por nadie, el dar sin recibir. Somos esclavos de nosotros mismos, ídolos de barro que nos extinguimos con un soplo.

Al desplazar a nuestro Creador del centro de nuestra existencia, hemos sembrado la simiente del odio, la avaricia, la ira, la envidia, la pereza y la lujuria y empezamos a cultivar nuestra desgracia, y la de los demás, con las armas de la violencia y la injusticia. Caminamos en las tinieblas. Sin embargo, el convertido camina en la luz de la Verdad y con la fuerza del Amor alcanza la libertad frente a los muchos errores y esclavitudes con los que el mundo le bombardea constantemente- “Si os mantenéis en mi palabra…conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn. 8, 31 y ss.). – El conocimiento de Cristo a través de su palabra, nos da a conocer la verdad acerca de Dios y de nosotros mismos, nos enseña nuestra esencia y destino y nos libera del error de creernos seres con un contenido y destino al margen de Dios. Esta verdad corta muchas cadenas como veremos.

Nos libera del temor a la muerte- “ Porque esta es la voluntad de mi Padre, que todo el que ve al Hijo y cree en el El, tenga la vida eterna, y yo le resucitaré en el último día”(Jn6,40); “ Porque tanto amó Dios a mundo, que le dio su Hijo Unigénito para que todo el crea en El no perezca sino que tenga la vida eterna” (Jn. 3, 16); “Que no habéis recibido el espíritu de siervos para recaer en el temor, antes bien habéis recibido el espíritu de adopción por el que clamamos ¡Abba, Padre!...somos hijos de Dios, y como tales herederos de Dios” (Rm. 8, 15); Jesús “liberó a todos los que, por miedo a la muerte, pasaban la vida entera como esclavos” (Heb. 2,15).

La fe profunda nos libera de la mentira de creer que el mundo que nos rodea, que vemos y sentimos, es la única realidad; En contra de aquellos que predican que las creencias y religiones no son otra cosa que fantasías en las que la gente se refugia para poder soportar las angustias de la vida, la fe nos dice que la realidad más auténtica y definitiva está más allá del mundo material; que lo irreal es vivir de espaldas a nuestra realidad espiritual, a nuestras ansias de justicia, libertad y eternidad. Y esta inquietud y búsqueda de lo justo, eterno y definitivo, ha obtenido una respuesta bien tangible de parte Dios, conectando el mundo espiritual a nuestra percepción sensible y material : No es una fantasía ni humo la presencia de Dios en la historia de la humanidad constatada a través de su Palabra y el acontecimiento de hechos extraordinarios. Parece evidente la necesidad que tiene el mundo de su creador y del imperio de su ley, del amor, para lograr un cambio, una transformación, hacia la justicia y la paz.

La plenitud de la revelación de Dios llega a su culminación con la venida del mismo Dios a la Tierra, encarnándose en la persona de Jesús; con Él, el mensaje del amor, nuestra condición de hijos de Dios y nuestro destino junto a Dios, quedan explicados de forma definitiva y acreditados con milagros que se prolongan en el tiempo hasta nuestros días. La pasión y muerte en cruz de Jesús, anunciadas por los profetas y aceptadas voluntariamente por Jesús, disipan cualquier duda sobre nuestra condición y destino pese a nuestros pecados y traiciones; porque cuando Jesús era azotado, insultado, golpeado, escupido, coronado con espinos ,abandonado de todos y clavado en una cruz, lo que realmente estaba sucediendo era que estaba derribando a patadas la puerta del cielo que nosotros habíamos cerrado; y al exhalar su último aliento de vida pudo exclamar, “todo está cumplido”; nos había devuelto la libertad y la vida según el plan trazado por el Padre al crearnos, limpiándonos de nuestras culpas, y dándonos una prueba definitiva del amor de Dios hacia nosotros. Asimilado en nuestro corazón ese esfuerzo de Dios, reiterado y palpable, por darnos a conocer su amor; convencidos de nuestra condición y destino gratuitamente otorgados, surge como consecuencia natural e inmediata el agradecimiento y la necesidad de comunicarnos con aquél a quién todo debemos y que nos considera sus hijos ; y nada mejor para entrar en contacto con nuestro Padre celestial que la oración y la Eucaristía.

La Verdad nos libera de la mentira del yo como Dios supremo y de todas las servidumbres que van aparejadas a esa actitud ególatra. El sometimiento a la voluntad de Dios es el norte y cauce de nuestra libertad y paz; fuera de ella vivimos en un desajuste permanente que nos lleva a la angustia y la infelicidad. El Señor es el dueño de todo lo que somos y tenemos, empezando por nuestra vida, y todo puede sernos arrebatado en cualquier momento; Él lo da y lo quita según unos planes que no siempre entendemos. Jesús, nuestro ejemplo a seguir, nos marca claramente el camino: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y acabar su obra” (Jn. 4,34). Cuando preveía la tortura que le esperaba, rezaba al Padre, “Padre mío, si es posible pase de mí este cáliz; pero no se haga lo que yo quiero sino lo que tú quieres” (Mt.26,39).

Y la Virgen, en sintonía perfecta con el Creador, ya nos había proclamado,” He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”(Lc. 1,38).

A la luz de lo anterior aparece un contenido en nuestra vida, una fuerza y unas perspectivas nuevas , que antes no teníamos, esclavos de nuestro egoísmo. El ceñirnos a la voluntad de Dios en nuestra forma de vivir, proyectos y decisiones, no es solo fruto de las consideraciones antes hechas y del modelo de vida que Jesús encarna y nos anima a seguir; en muchos de nosotros existe una experiencia personal que avala este enfoque de nuestra vida. En lo que a mí respecta, puedo decir que durante mucho tiempo he buscado una seguridad, un amor y una situación profesional según mis planes de crearme un mundo ideal aquí en la Tierra; para ello contaba con mi esfuerzo y con un Dios que intentaba utilizar para mis fines. La realidad es que el Señor ha frustrado la mayoría de mis planes y ha hecho de mi vida lo que ha querido, haciéndome ver con claridad que todo lo que tengo se lo debo a Él : Mi vida, que he estado a punto de perder en 3 ó 4 ocasiones; mis bienes, que si los tengo es gracias a su intervención de la que tengo pleno convencimiento, y , en definitiva, veo claramente que el itinerario de mi vida me lo ha trazado Él en gran medida, privándome de muchas cosas y dándome otras muchas según lo que a su juicio, y no al mío, más convenía a mi conversión y encuentro con Él.

Desde la perspectiva de hacer de nuestra vida un instrumento de la voluntad de Dios, nace en nosotros un montón de consecuencias: Muere en nosotros el hombre viejo atado a unas metas egoístas que le llevan la soberbia, la ira, la envidia, la codicia y los placeres, y nace un hombre nuevo con una misión concreta, consciente de que Dios pone los medios para llevarla a cabo y pondrá el resultado que crea conveniente, contando siempre con nuestro esfuerzo y colaboración; ya no hay lugar para el desánimo que generan las dificultades para alcanzar nuestros objetivos. Ya no importa tanto el éxito o el fracaso como en hacer en cada momento lo que debemos hacer, y , en consecuencia tampoco hay lugar para la frustración. También la pereza queda en gran medida desplazada por cuanto ésta suele ser fruto del desánimo y la frustración que nos lleva a la inactividad, o bien a esa otra forma de pereza que consiste en hacer lo que nos apetece y no lo que debemos hacer. Ahora tenemos una misión que lejos de ser la de darle gusto al cuerpo, consiste en colaborar con el Señor a transformar el mundo.

Y esa misión nos trae la paz; porque ya no somos esos a los que se refiere el Señor en el salmo 94, “Pueblo de corazón extraviado que no reconoce mi camino; por eso…no entrarán en mi descanso”. Por el contrario, seguimos el consejo de Jesús, “ Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt. 11,29). Lo que cuenta no es lo que somos y tenemos, una vida difícil y miserable para algunos; lo que cuenta es que nuestra vida contribuya a que se cumpla la voluntad de Dios que nos llevará al cielo por caminos a veces difíciles de aceptar.

La conversión profunda lleva aparejada la acción para la transformación del mundo. Los cristianos de verdad intentan cambiar el mundo por dos caminos: Por un lado, divulgando el mensaje de Jesús siguiendo su mandato, “id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc.16, 15 ), por lo que Pablo dice, “evangelizar no es gloria para mí, sino necesidad” (1Cor. 9,16), pues la Verdad no se ha dado para ser ocultada sino para ser divulgada ; y por otro lado, practicando la caridad, sabedores de que todo lo que tienen no es para su uso exclusivo, que el dueño de todo es el Señor; que Él no creó el mundo y sus riquezas para su disfrute por unos pocos, sino para el bien de todos y la misión del cristiano no consiste en acaparar sino en repartir.

Para finalizar por hoy, la adhesión incondicional a Jesús implica la pertenencia sin reservas a su Iglesia. No entiendo una fe profunda al margen de la Iglesia. Así lo creo por lo que sigue.

En primer lugar, la obra de Jesús exigía una continuidad en el tiempo de cara a las generaciones futuras. Por eso Jesús dijo, “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos” (Mt. 28,20 ).Para ello no solo funda la Iglesia, y la acompaña con su Espíritu Santo desde el día de Pentecostés, sino que también Él está físicamente presente en su Iglesia, en la Eucaristía, oculto bajo la formas de pan y vino. Esa presencia suya otorga a la Iglesia la santidad.

Además esa Iglesia tiene otra nota esencial que es la unidad, según el deseo de Jesús de que haya “un solo rebaño y un solo pastor”( Jn. 10, 16). Todos los miembros de la Iglesia formamos un solo cuerpo cuya cabeza es Cristo, pues “todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu para constituir un solo cuerpo”(1 Cor. 12, 13), y “El es la cabeza del cuerpo de la Iglesia”,(Col. 1, 18). Por esto, “ya no hay distinción entre judíos y griegos, esclavos y libres, hombres y mujeres, porque todos somos uno en Cristo Jesús-“ (Ga. 3,28). Esa unidad de la Iglesia requiere de la autoridad del colegio apostólico que la dirige y da cohesión, y de esta manera se garantiza que el mensaje de Jesús no se vea alterado por aportaciones o interpretaciones de personas o grupos, sin contar con la autoridad eclesiástica.

Por otro lado, en el seno de la Iglesia, Jesús se hace realmente presente en la Eucaristía, sacramento que actualiza y reproduce la entrega de Jesús en la Cruz para nuestra salvación; por ello la Eucaristía es causa primera de la Iglesia y alimento permanente de la misma. Cristo está en su Iglesia y es ahí donde mejor puede uno encontrarlo y seguirlo. La falta de fe, que con frecuencia viene de la mano de la soberbia y del desconocimiento del mensaje de Jesús, entraña el alejamiento de la Iglesia y la tibieza de muchas personas ; se entra entonces en un proceso de pereza y de relativismo moral que lo juzga todo según el criterio personal y no según el Evangelio; es un círculo vicioso del que es difícil salir porque ese alejamiento de la Iglesia propicia menos luz y mas pereza para superarlo; tiende a hacerse crónico y más intenso. Nace el mundo de los creyentes no practicantes, como se llaman a sí mismos, cuando en realidad no practican por no ser en realidad creyentes.