sábado, 14 de marzo de 2015
LUZ DEL MUNDO (XVIII); La cadena que libera
Vuelvo sobre el escrito anterior para subrayar lo esencial y así poder matizar, ampliar lo importante y avanzar.
Criticaba allí a aquellos que dentro de la Iglesia y apoyados en su posición de autoridad, se excedían en su cometido y se comportaban más como jefes que como hermanos, contradiciendo el claro mensaje de Jesús: “Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No sea así entre vosotros; el que quiera ser grande...que sea vuestro servidor y el que quiera ser primero entre vosotros sea vuestro esclavo...Igual que el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan sino para servir y dar su vida en rescate por muchos”(Mt. 20,28); “No llaméis a nadie maestro porque uno solo es vuestro Maestro y todos vosotros sois hermanos...No os hagáis llamar doctores porque uno solo es vuestro doctor, Cristo. El más grande de vosotros sea vuestro servidor.”(Mt. 23,8 y ss.)
No todos los mensajeros del Evangelio, cuya autoridad no discuto, han transmitido el mensaje correctamente. Jesús vino a convencer, no a imponerse con la presión y menos con la fuerza. Jesús vino a anunciarnos la libertad de los hijos de Dios que no reconoce otras cadenas que no sean las exigencias del amor, que es el fundamento y fin de ese amor; unas exigencias que se concretan en los dominios de la conciencia y decisión de cada cual, lo que no quiere que estos dominios no tengan sus límites y condicionantes como veremos.
La ley del amor es la que da sentido y justifica el resto de leyes (“no penséis que he venido a abolir la ley y los Profeta...sino a darle plenitud”, Mt.5,17). Por tanto, ese sentido, el amor, puede desbancar la aplicación de la ley cuando, en ocasiones, su aplicación rigurosa atenta contra el mismo espíritu del amor que la justifica y que, por lo mismo, la desautoriza cuando no se da tal espíritu. Por eso Jesús no dejaba de hacer milagros en sábado, día en que los judíos no pueden mover ni un dedo, y cuando se lo recriminaron contestó: “el sábado ha sido hecho para el hombre y no el hombre para el sábado”(Mc.2, 27). Y en otro pasaje dice: “id y aprended lo que significa 'misericordia quiero y no sacrificios' porque no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores” (Mt. 9,13). Por eso, siguiendo la pauta del Maestro, nadie debería omitir socorro sin pretexto de cumplir otros deberes religiosos; tampoco, creo, nadie puede condenar el uso del preservativo entre esposos cuando las circunstancias lo justifiquen en conciencia. Valgan estos casos como muestra de otros muchos que podrían citarse. La pauta a seguir parece clara y se recoge de forma muy sucinta en la Epístola de Santiago (St.2,12) donde leemos, “Hablad y obrad como quienes van a ser juzgados por la ley de la libertad. Porque sin misericordia será juzgado el que no practica la misericordia. La misericordia se ríe del juicio”.
Hay una verdad que nos libera del error y de los caminos que llevan a la infelicidad y a la muerte; y esa verdad es el amor que está en el Padre, que se nos manifiesta en Jesús. A esa ley del amor nos encadenamos libremente cuando comprendemos que en ella está la verdad que responde a nuestros anhelos de paz y justicia, orden y belleza y que, además, nos explica nuestro origen, naturaleza y destino; cuando comprendemos que el egoísmo y el materialismo solo traen vicios, contiendas ruina y ninguna esperanza frente a un final, la nada, que no parece muy congruente con lo que somos, sentimos y vemos en un maravilloso universo. Cuando comprendemos que lo que somos, nuestra esencia y dignidad, nos vienen dadas por nuestro Creador y Padre, que es el Amor mismo, y que nos ha creado a su imagen y semejanza para que podamos unirnos a Él tras el paso por este mundo. No podemos librarnos de lo que somos, de nuestra naturaleza y destino, aunque sí podemos vivir de espaldas a nuestra realidad más profunda, de espaldas a la verdad; pero entonces tendremos que afrontar unas consecuencias que se concretan en el miedo, el sinsentido, el desequilibrio y la pérdida de la paz auténtica.
Sucede que casi todos, en mayor o menor medida, nadamos entre dos aguas y tenemos una vela encendida a Dios y otra al Diablo. Esta es una forma de vivir bipolar, en fariseo, (“Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: 'Este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí', Mt.15,7); revela una fe inmadura, parcial e inconsistente, que de poco nos sirve y suele terminar en un relativismo moral que pretende adaptar a Dios a nuestros intereses egoístas. Debemos salir de la tibieza y caminar con paso decidido hacia la verdad. Así nuestro paso será mas firme aunque no desaparezcan las dificultades del camino. Debemos caminar hacia el amor, hacia Jesús. Solo El nos enseña la forma de vivir adecuada a lo que somos y seremos. Solo en Él podemos encontrar respuestas y esperanza en la tribulación.
Lo primero y principal que Jesús nos enseña es el inmenso amor que Dios nos tiene; un amor que se ha manifestado a lo largo de la historia y que se revela en plenitud con la venida de Jesús, su Hijo, al mundo. Jesús es el mismo Dios invisible que se hace visible (“Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre”(Jn. 14,9); “Yo y el Padre somos una sola cosa”, Jn. 10,30). Dios mismo baja a los hombres para decirnos lo que somos y a donde vamos; a quitarnos el complejo de nuestros pocos méritos y la culpa de nuestros pecados, pues su Hijo, nuestra fe en él, nos ha regalado un mérito y una inocencia que habíamos perdido al traicionarle (lo que equivale a traicionarnos a nosotros mismos) porque “no ha venido a llamar a los justos sino a los pecadores”; Él es el buen pastor que deja el rebaño y va en busca de la oveja perdida y “una vez hallada, alegre la pone sobre sus hombros” (Lc.15,5); Él es el padre que cuando vio regresar al hijo pródigo “corrió a él y se arrojó a su cuello y le cubrió de besos”(Lc.15,20). Nuestra vida plena y esperanzada está en que vivamos un amor agradecido hacia aquél de quién hemos recibido absolutamente todo y también hacia nuestro prójimo como es la voluntad de Jesús, porque “lo único que cuenta es una fe activa en la práctica del amor…sed esclavos unos de otros por amor.
Porque la Ley se resume en este solo precepto, 'amarás a tu prójimo como a ti mismo', (Gálatas 5, 6,13 y 14 ) por eso “amar es cumplir la ley entera”(Rm. 13, 8). Él que cree de verdad y ama, puede caminar seguro porque ha comprendido, como hace Pablo, “que el hombre no se justifica por cumplir la ley, sino por creer en Cristo Jesús…Si la justificación fuera efecto de la ley, la muerte de Cristo sería inútil" (Ga.2, 16 y21); el que ama de verdad puede caminar confiado y sin temor porque “Dios es amor y el que ama permanece en Dios y Dios en él...No hay temor en el amor, pues el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira el castigo y el que teme no ha llegado a plenitud en el amor” (1ªde Juan, 4, 16 y 18).
Una vez decididos a seguir a Jesús, convencidos del amor que Dios nos tiene, no podemos andarnos con medias tintas, porque como Jesús nos dice “ningún criado puede servir a dos señores…no podéis servir a Dios y al dinero” (Lc. 16, 13); y “aunque se tenga mucho, no está la vida en la hacienda” (Lc. 12, 15). Jesús nos quiere por entero, no en ciertos momentos o en alguna de nuestras facetas, sino siempre (“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”,Deuteronomio, 6,5 ). El sabe que la tibieza no es pauta adecuada para nuestra felicidad y la rechaza con vehemencia (“Puesto que eres tibio…voy a vomitarte de mi boca”,Apocalipsis,3, 16). La tibieza revela una fe incompleta que refleja que aún estamos encadenados a la carne cuando la vida a la que estamos llamados es la libertad como nos dice Pablo (Ga. 5, 1 ) : “Para ser libres nos liberó Cristo…no os dejéis oprimir nuevamente por el yugo de la esclavitud”. Jesús sabe lo que nos conviene aunque nosotros nos resistimos, porque aún no confiamos plenamente en él.
Seguir a Jesús para vivir en la libertad que da el amor, requiere seguir un camino que el mismo Jesús nos traza de forma muy clara: “ El que quiera seguirme que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo. Pues el que quiera salvar su vida la perderá pero el que pierda su vida por mi causa la salvará”. (Lc.9, 23 y 24). Solo desde nuestra negación y aceptación de la voluntad de Dios se pueden seguir los consejos que Jesús nos da: “No os resistáis al mal, y si alguno te abofetea en la mejilla derecha, dale también la otra; y al que quiera quitarte la túnica, déjale también el manto… Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen.” (Mt.5, 39, 40 y44). Todo esto parece a primera vista un contrasentido, pues asociamos el vivir libremente con el vivir a nuestro aire, con nuestros planes, sin reveses ni enfermedades que los condicionen o impidan. Sin embargo vemos como Jesús nos propone plegarnos plenamente a su voluntad, convencidos de que en los planes de Dios, y no en los nuestros, está nuestra paz y felicidad. Pero siempre queda un poso de duda que debemos considerar normal y contra el cual debemos luchar día a día, pues parece de locos, de esquizofrénicos, vivir con los ojos mirando al cielo, pendientes de la voluntad de Dios y de un destino post mortem cuando las necesidades y los problemas nos acucian ahora y aquí. Podría pensarse, muchos lo hacen, que el programa que nos ofrece el evangelio no deja de ser una ficción consoladora, una ilusión, una sugestión escapista que nos aleja de la realidad.
Así que todo esto nos plantea dos cuestiones a resolver: La primera es la de convencernos de que negarnos a nosotros mismos y vivir siguiendo a Jesús y de acuerdo con su palabra, es lo más realista y lo más coherente. La segunda cuestión es la de averiguar de dónde vamos a sacar las fuerzas para nadar contra corriente.
Cuando me planteo la primera cuestión, me pregunto quién me da mejor respuesta a mi origen, naturaleza y destino; considero los frutos de aquellos grandes hombres que quisieron construir un mundo de espaldas a Dios y veo que han dejado una estela de muerte y desolación a su paso. Veo los frutos del egoísmo y el materialismo, sus estragos en la sociedad: Injusticias, paro, destrucción de la familia, perversión de las personas, divisiones y disputas...Y pienso, en contraste con esto, en la obra enorme que la Iglesia de Jesús ha hecho y sigue haciendo a favor de la justicia y la paz, a pesar de los errores y pecados cometidos por todos los que la integramos. Tengo en cuenta la inmensa labor que han hecho los santos de la Iglesia para la construcción de un mundo mejor, más justo y en paz y reconozco que en la base de todo está su negación, la renuncia a sí mismos y a sus planes; no vivida como una anulación de sí mismos, sino como una afirmación profunda y un claro reconocimiento de que su existencia no tenía sentido fuera del seguimiento de Jesús. En ellos su negación se ha convertido en una rotunda afirmación: La forma más realista de vivir, de acuerdo con nuestro origen y destino tras la muerte, es el amor; un amor que en todas sus facetas y manifestaciones está recogido en el evangelio de Jesús y es Jesús, su vida, palabra, milagros, pasión y cruz, quién nos da el mejor ejemplo de ese amor.
Veo que la forma más realista de vivir no es vivir como un animal, en clave materialista, pendiente de darle gusto al cuerpo, sino potenciar nuestra parte espiritual que es la que nos une a nuestro Creador y da sentido a nuestra existencia. Porque, como dice el libro de la Sabiduría (15,3 ), "Conocerte a ti, ¡ oh Dios!, es la perfecta justicia y acatar tu poder es la raíz de la inmortalidad", y S. Juan nos explica que “Dios es amor”, como antes hemos leído , y también que “Dios es espíritu y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y en verdad”( Jn. 4,24) pues “el espíritu es el que da vida, la carne no sirve de nada. Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida” (Jn.6, 63). Por lo tanto llego a la conclusión de que los que viven de espaldas a la realidad, olvidándose de su auténtica naturaleza y dignidad o huyendo de ella, son los que viven en plan egoísta y hedonista. No podemos eludir nuestra naturaleza. Somos emanación del Dios amor y no podemos vivir al margen de esa realidad, esa verdad, que nos encadena querámoslo o no. San Pablo lo afirma de forma radical en 1ª Epístola a los Corintios (Cap. 13 ): “Aunque tuviera tanta fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad nada soy. Aunque repartiera todos mis bienes y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad nada me aprovecha”.
Por tanto el plan de vida que Pablo traza no es otro que el de vivir encadenados al amor, a Jesús: “Si vivimos por el Espíritu, marchemos según el Espíritu”(Ga. 5,25); “El que siembra para la carne, de ella cosechará corrupción. Él siembra para el Espíritu, del Espíritu cosechará vida eterna”(Ga. 6,8); “Mientras vivo en esta carne vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí. Estoy crucificado con Cristo ; vivo yo , pero no soy yo, es Cristo quién vive en mí”(Ga. 2,20 y19)
La segunda cuestión que me planteaba era la de averiguar las claves, descubrir los resortes para vivir ese amor, vacíos de nuestros intereses, fijos los ojos en la voluntad de Dios. Porque, por un lado, a todos nos tira la buena vida, la comodidad, el placer, la seguridad, el prestigio...el dinero en suma.
Por otro lado, qué difícil es hacerse a la idea de que Dios está detrás de nuestro fracaso, de nuestra soledad, de nuestra enfermedad, del maltrato e injusticia que sufrimos. Todo esto supone una pesada carga que nos dificulta o impide remontar el vuelo. ¿Dónde encontraremos la fuerza para hacerlo?
A primera vista parece difícil encontrar una respuesta, pero la dificultad proviene de nuestros planteamientos y puntos de partida, porque no podemos renunciar a darle a la cuestión un enfoque egoísta y materialista que impide encontrar una solución al sufrimiento y la muerte; no podemos pedir peras al olmo. Si nos situamos en un ángulo más adecuado a la verdad de las cosas, según hemos visto antes, encontramos las respuestas. Solo enfocando el asunto desde el amor de Dios, el Padre que nos crea, nos espera y nos asiste con su fuerza y su luz, encontramos la solución. Solo tenemos que creer en Él y confiar en Él, viviendo en la realidad auténtica que nuestra fe nos descubre y de la hemos hablado en la primera cuestión; no vivamos engañados por lo que vemos a nuestro alrededor, que es una realidad efímera e intrascendente; acerquémonos a la Caridad y vivamos por y en la Caridad y encontraremos el reposo que necesitamos porque “sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que lo aman…Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?. Él que no perdonó a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos ha de dar con Él todas las cosas?... ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?...En todas estas cosas vencemos por Aquél que nos amó”(Rm.8; 28,31,32,35,37 ).
Jesús quiere que nos acerquemos a Él para cobijarnos y nos dice cómo hacerlo, “coge tu cruz cada día”. Al aceptar nuestro sufrimiento siguiendo su voluntad, realizamos un acto de fe en Jesús y en su plan de vida para nosotros que nos une íntimamente a Él y nos da la fuerza que necesitamos al sentirnos amigos del dueño de la creación. Esa prueba de amistad que Jesús nos pide, la vemos reflejada en el libro de Judit, “…alentad con vuestras palabras sus corazones, representándoles como nuestros padres fueron tentados para que se viese si de veras honraban a su Dios. Deben acordarse como fue tentado nuestro padre Abraham, como después de probado con muchas tribulaciones, llegó a ser el amigo de Dios. Así Isaac, así Jacob, así Moisés y todos los que agradaron a Dios, pasaron por muchas tribulaciones, manteniéndose siempre fieles”(Judit,8; 21,22,23 ). Esa cruz nuestra que nos gana la amistad de Jesús, es nuestra fuerza y nuestra esperanza. Así Pablo nos dice, “el mensaje de la cruz es necedad para los que están en vías de perdición, pero para los que están en vías de salvación, para nosotros, es fuerza de Dios” (1ª de Cor. 1, 18); y más adelante insiste y nos explica que “el hombre animal no percibe las cosas del Espíritu de Dios; son para él locura y no puede entenderlas, porque hay que juzgarlas espiritualmente.” (1ª Cor. 2,14). Pablo no tiene ninguna duda acerca de dónde le viene una fuerza que él no tiene, “…continuaré gloriándome de mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual me complazco en las enfermedades, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones, en las angustias, por Cristo; pues cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte” (2ª de Cor. 12,9 y 10).
Creo que no se puede decir más claro y debemos meditar despacio todas estas palabras de Pablo para que se nos vayan abriendo los ojos del espíritu a la Luz de la Verdad y guardemos todas estas cosas en el corazón, como hizo María con todos los acontecimientos que vivió y se le revelaron Jesús nos dejó su mensaje liberador que a la vez nos encadena como verdad insoslayable. También nos dejó una Iglesia donde habita su Espíritu de amor, fuerza y sabiduría. He tratado de recoger en este escrito la raíz y fundamento de una fe que se traduce en una forma de vida acorde con nuestra naturaleza y destino; una forma de vida basada en la verdad, la libertad y el amor. En el próximo escrito deberé tratar de algunas cuestiones, ya apuntadas o insinuadas, que se derivan de nuestra tibieza ante esa fe que he tratado de describir, o bien de la mala comprensión de nuestra libertad; todo lo cual ha generado una confusión y un relativismo moral que han constituido un buen caldo de cultivo para deserciones y críticas a la Iglesia, en estos casos inmerecidas. La tibieza y el error nos acarrean miedos y angustias en el fondo de nuestro corazón por mucho que intentemos justificar nuestras posturas.
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