El ambiente materialista y amoral que nos rodea y la falta de
una fe profunda, determinan, hoy en día, el alejamiento de muchos de la
Iglesia. El desconocimiento de lo esencial del mensaje de Cristo es clave en
ese alejamiento, porque facilita mucho que las prácticas del mundo actual hagan
mella en personas que, de entrada, se consideran a sí mismos creyentes. Sin las
referencias fundamentales, que recojo a continuación, es normal que empecemos a
hacer aguas.
La verdad que
debe iluminar nuestras vidas y hacernos felices, es que Dios, nuestro Señor,
es, y debe ser, el centro de nuestras vidas porque El es nuestro Creador y
nuestro destino, dueño de todo y de todos; somos unas criaturas suyas muy
especiales a las que ha otorgado la condición de hijos suyos, destinados a la
vida eterna junto a El. En consecuencia,
nuestra pauta de vida debe ser conocer y cumplir su voluntad.
Frente a esa
Verdad, existe la aparente verdad alternativa, la mentira, de vivir centrados
en nosotros mismos, esclavizados a nuestras pasiones e ídolos. Buscando una paz
y una seguridad donde no están, emprendemos el camino de la infelicidad; nos
convertimos en terreno abonado para la soberbia, la ira, la codicia, la
envidia, la pereza, la gula y la lujuria; poco a poco dejamos de ser personas y
nos convertimos en animales sin más horizonte que el pudrirse en la tierra.
Buscando la vida y la felicidad, encontramos desdicha y muerte.
Solo
podremos vivir sometidos gozosamente a la voluntad de Dios, si estamos
plenamente convencidos del amor que Dios nos tiene y que se ha manifestado, por
un lado, y según recoge la Biblia, a lo
largo de la historia de la humanidad; una historia que culmina con la venida,
revelación, pasión y muerte de su Hijo. Este encuentro con el Señor no será
pleno si no vemos el amor de Dios en nuestra experiencia personal de vida,
encontrando un sentido a nuestros sufrimientos y fracasos. Y difícilmente,
podremos superar nuestras cruces desde el Yo que centra la felicidad en el
tener y recibir. Bajo el prisma egocéntrico, es lógico que, ante catástrofes y
grandes injusticias, oigamos, ¿dónde está Dios aquí?. Sin embargo hay otro enfoque
y otra respuesta que han dado los santos y mártires ante situaciones dramáticas
y tragedías : Dios está en el cielo esperándonos, porque su reino, al que
estamos destinados, no es de este mundo. Aceptando la muerte, encontramos la
vida. Esta frase no son solo palabras: En el Antiguo Testamento vemos como la
madre de los Macabeos exhortaba a sus muchos hijos a no doblegarse a la
voluntad del rey extranjero, que quería que apostatasen, y les animaba a
aceptar la muerte pensando en la vida eterna. En el Nuevo Testamento vemos como
una madre presencia y acepta, como voluntad de Dios, el suplicio de su hijo,
Jesús el Nazareno, al que abandonan sus amigos, es condenado injustamente,
azotan, abofetean, insultan, escupen y crucifican. Esa madre no preguntó dónde
estaba Dios en ese trance de dolor inigualable que le tocó vivir. Luego
vinieron muchos mártires que iban cantando a encontrarse con los leones por no
renunciar a su fe. Después ha habido muchos. Yo tengo siempre muy presentes,
dado mi interés por el llamado Holocausto judío, a dos santos que dieron un
decidido testimonio de su fe y su amor al prójimo en medio de una de las
situaciones mas horrorosas e inhumanas de la historia, la de los campos de
concentración nazis: Edith Stein y Maximiliano Kolbe. Estos santos sabían muy
bien lo que S. Agustín dijo, hace mucho; que el camino hacía Dios, hacia la
Vida, es el amor, la entrega, al prójimo. El amor vence a la muerte; así nos lo
confirma JUAN (1ªJn. 3,14), “Sabemos que hemos sido trasladados de la muerte a
la vida, porque amamos a los hermanos. El que no ama permanece en la muerte”.
El amor a Dios, la Vida, es inseparable del amor a los hermanos, porque amar a
los hermanos es el reflejo de Aquél de quien venimos y hacia quien vamos, el
Amor que es Dios. Y este amor que se expresa y manifiesta en hacer el bien,
tiende a proyectarse sobre todo y todos; es la Verdad y la Vida, incompatibles
con la mentira, el odio y la muerte a los que ese Amor, Dios, aniquila si le
dejamos que actúe en nuestras vidas. Ese amor que Dios nos tiene vence a la
muerte si nosotros nos agarramos a él en la forma que nos describe Pablo (Rm.
14, 7 y ss.): “ninguno de nosotros para sí mismo vive y ninguno para sí mismo muere…
si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos , morimos para el Señor…del Señor somos. Que
por esto murió y resucitó Cristo, para dominar sobre muertos y vivos”
“La Verdad
os hará libres” (Jn. 8, 31) frente a la muerte y nos libera de nuestras
esclavitudes. Nuestra paz y felicidad ya no dependen de nuestros planes
mundanos porque nuestro propósito primero es que se cumpla el plan de Dios y
nos lleve con El al cielo. Para nosotros ya no existe la frustración, el
fracaso, el desánimo o la apatía, porque nuestro éxito lo alcanzamos en cada
momento que actuamos como instrumentos
del plan del Señor.
El
encuentro con el Señor, nos lleva a unirnos más a El , a conocerlo mejor, a
través de su Palabra, la oración y los sacramentos, en especial la eucaristía.
Es nuestra normal actuación con las personas a las que queremos. El problema es
que no podemos amar aquello que no conocemos. Ya nos lo decía Pablo (Rm. 10,
14),”¿Cómo creerán sin haber oído de El?. ¿Y cómo oirán si nadie les predica?”.
Luego hay una cuestión previa que los
miembros de la Iglesia tenemos que resolver; la de que nuestra conversión sea
lo suficientemente profunda para que veamos que nuestra caridad comienza por
divulgar la buena noticia del Evangelio con nuestra palabra confirmada con
nuestras obras. S. Pablo lo tenía claro, “La caridad de Cristo nos apremia”(2
C0r. 5,14), “Ay de mí sino anunciara el Evangelio! “ (1 Cor. 9,16).
Hoy en
día, en especial los jóvenes, la gente no ve la necesidad de acercarse a
conocer a Jesús, ocupados, como nos dice la parábola del sembrador , en sus
afanes, la seducción de las riquezas y los placeres. Su plan de vida es triunfar
en el trabajo y pasarlo bien; su verdad es la que ellos se fabrican a su medida en el marco de un egocentrismo que
destila automáticamente una moral subjetiva y relativista. Y así entran en un
círculo vicioso: No practican porque no
conocen y no conocen porque no experimentan la necesidad de salir de sí mismos y conocer. Solo cuando
se den cuenta de que su egocentrismo conduce a la destrucción personal y de la sociedad,
emprenderán el camino de la búsqueda de la Verdad de Jesús; aunque existe el
riesgo de que la busquen en imitaciones, otras religiones, que solo
parcialmente contemplan esa única y completa verdad que se encuentra en la
Biblia.
El
ambiente mundano en el que vivimos, hostil a la verdad del Evangelio, exige, de
los que queremos seguir a Cristo, una profunda convicción; no cabe la tibieza
ni las medias tintas. De no ser así, enseguida el mundo se apoderará de
nosotros y, tras la pereza y el abandono, vendrá el alejamiento de la Iglesia.
Es por tanto necesario acogerse con fuerza a Cristo en la Palabra, la oración y
la Eucaristía; acogerse a su Iglesia donde El sigue presente y actuando en
nuestro auxilio; y esta pertenencia a su Iglesia debemos ejercerla, según nos
enseñó, con respeto y caridad hacia todos sus miembros pero, también, con
libertad para opinar sobre posibles desviaciones, tal como hizo Pablo cuando
corrigió a Pedro. Que los fallos cometidos y los malos ejemplos que, a veces,
todos damos, no nos hagan vacilar; no hagamos el juego al diablo que pretende ocultar el buen olor de Cristo expandiendo el
olor de las cloacas . La santidad de la Iglesia, acreditada por tantos santos y
tanto bien realizado a lo largo de la Historia, no puede quedar empañada por
unos cuantos pecadores que existen y existirán en su seno. La hostilidad del
ambiente contra la Iglesia se realiza de mil modos a través de medios de
comunicación, libros, comentarios en todos los ámbitos… No debemos dejar que
nada ni nadie nos aparte de Jesús ni de la fuente de su gracia, la Iglesia.
Perseveremos en los sacramentos, la oración y en la Palabra, para fortalecer
nuestro espíritu y poder hacer frente a las pruebas que el Señor nos envía y
los ataques contra nuestra fe que el mundo nos dirige. De no hacerlo así, el
mismo Señor nos dice lo que ocurrirá, “El que escucha estas palabras mías y no
las pone en práctica, se parece a aquel hombre necio que edificó su casa sobre
arena. Cayó la lluvia, se desbordaros los ríos, soplaron los vientos …contra la
casa, y se derrumbó. Y su ruina fue grande.” (Mt.7, 24 yss.).
Aceptemos
que somos malos practicantes, malos discípulos de Jesús, pero nunca nos demos
por vencidos, renunciando a la intención seria de mejorar poco a poco. No
tratemos de justificar nuestros fallos entrando a formar parte de esa amplia
institución de los “ creyentes no practicantes”, que , situándose fuera de la
Iglesia, la atacan ,unas veces vociferantes, otras en forma más callada.
Las
personas alejadas de la Iglesia y que se autodenominan creyentes no
practicantes, son en realidad practicantes de pocas creencias; son primos
hermanos de los no creyentes a efectos prácticos, y pasan a ser parte de ese
triste panorama que hoy en día contemplamos : Apartados de la misa y los
sacramentos, la Navidad pasa a ser para ellos, la celebración de la venida de
Papá Noel; no pisan la Iglesia para nada. La semana santa pierde para ellos su
sentido religioso y se convierte en un simple periodo de vacaciones; no pisan
la Iglesia para nada. Las bodas, comuniones y bautizos son meros
acontecimientos sociales a los que hay que ir muy guapos y elegantes; el pecado
es un concepto ambiguo al que cada uno da un contenido según sus circunstancias
personales, llegándose a justificar por este camino actos como la fornicación,
el adulterio, la masturbación, el aborto…; permanecen mudos ante los muchos
ataques que se hacen contra la Iglesia, o peor, se suman a ellos para
justificar su propia deserción; ellos sustituyen la moral objetiva, que ha
establecido el creador, por otra subjetiva que fundamentan en una libertad mal
entendida que rechaza, de entrada, cualquier imposición sobre el criterio
personal. Dejan de tener la libertad auténtica de los que se hacen siervos de
Dios (el libérrimo dueño de todo, que nos invita a compartirlo todo), y la
sustituyen por “su libertad” para encubrir la maldad, según denunciaba S. Pedro
(1Pe. 1, 16); más adelante este mismo apóstol nos habla del sinsentido de
aquellos que “ prometen libertad cuando ellos son esclavos de la corrupción” (2
Pe.2,19).
Siguiendo con la situación que nos
circunda, vemos como los pilares de la sociedad se van resquebrajando; en
especial es triste ver el estado en que se encuentra la familia en muchos
lugares y las lamentables consecuencias que ello acarrea. La institución
empieza sin bases sólidas; los jóvenes han casi institucionalizado el amancebamiento como una fase previa al
matrimonio, iniciando una relación plena de pareja, de hecho conyugal, sin el
debido compromiso formal y serio que le da sentido. Este es un fenómeno
relativamente reciente, y cada vez más extendido, que merece ser analizado mas
tarde con detenimiento. Cuando las parejas deciden casarse no parece que vayan
al matrimonio tratando de realizar un proyecto de vida común en el que cada uno
de los cónyuges quiere consagrarse a lograr la felicidad del otro; más bien
parece que realizan un contrato en el que ambas partes tratan de armonizar
intereses egoístas. Se va al matrimonio a exigir más que a dar y se da para
exigir. La mujer emprende el matrimonio con una actitud marcada por el
feminismo al uso, preocupada por tener los mismos derechos que el hombre; y eso
valdrá para otros contratos pero no para el matrimonio cristiano. Para un
cristiano la mujer tiene idéntica dignidad que el hombre: eso supone igualdad
de derechos y obligaciones en ambos sexos, pero no uniformidad ni idénticas
funciones en algunos ámbitos; este es el caso del matrimonio. Para Jesús, “no
hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer, porque
todos sois uno en Cristo Jesús” (Ga.3, 28); Pablo nos habla repetidamente sobre
la posición de la mujer en el matrimonio y me cuesta reconocer esa posición en
la mayoría de matrimonios: “Las casadas estén sujetas a sus maridos como al
Señor; porque el marido es cabeza de la mujer como Cristo es cabeza de la
Iglesia… Y como la Iglesia está sujeta a Cristo, así las mujeres a sus maridos
en todo. Vosotros, maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su
Iglesia y se entregó por ella… Los maridos deben amar a sus mujeres como a su
propio cuerpo.”(Ef. 5,22 y ss.); Toda esta doctrina se repite en muchos pasajes, ( 1Cor.11, 3 y 8; Col.
3,18; 1Tm. 2,12 ; 1Pe. 3, 1 6).
Se va al
matrimonio sin tener plena conciencia de los fines, notas esenciales, contenido
y significado del mismo; pronto se pierde el contacto con la Iglesia y todo
queda en un bonito recuerdo plasmado en
un álbum de fotos; lo que prometía ser el principio de una conversión se
frustra y poca o ninguna trascendencia tiene en sus vidas; las madres olvidan
que antes que nada son esposas, relegan y descuidan al marido, y rechazan, por
machista, cualquier autoridad del marido; los hijos siguen el camino de los
padres, aunque se bauticen y tomen la 1ª comunión, y pronto pasan a engrosar el
grupo de los creyentes no practicantes, en el mejor de los casos; las
relaciones de la pareja, y con los hijos, se deterioran; las faltas de respeto
campan a sus anchas y las rupturas abundan. Los valores se van perdiendo y la
sociedad degenera y se corrompe.
Y todo
esto sucede porque nos hemos alejado de Jesús, de su Evangelio y de su Iglesia.
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