Quisiera concluir estos comentarios que vengo haciendo sobre el dolor y la cruz, aunque pienso que nunca se meditará bastante sobre este misterio. Solo pretendo, antes de dejar el tema, perfilar algo de lo ya dicho anteriormente y extraer unas consecuencias esenciales. ¿Por qué la cruz es el signo distintivo del cristiano; por qué la adoramos?
Ante todo, la cruz fue el instrumento del que se valió nuestro Padre del cielo para probarnos su amor, sacrificando en ella a su propio Hijo de forma tan horrorosa. Con ella, Jesús nos reconcilió con el Padre, reparando nuestra deslealtad; Él eliminó nuestras culpas y nos abrió las puertas del cielo; no hay mérito alguno en nosotros, todo es un regalo. Otra cosa es que nosotros queramos o no aceptarlo, traspasar la puerta siguiendo a Jesús, que es la plenitud de revelación de nuestro Creador, la “imagen visible del Dios invisible”, que nos explica todo acerca de nosotros mismos, lo que somos y a dónde vamos.
Por eso la cruz no es solo la llave que ha abierto la puerta del cielo, es también el camino que nos lleva a ese cielo siguiendo a Jesús, (“Yo soy el camino, la verdad y la vida…Nadie va al Padre sino por mí”). Él nos dice el modo de hacer ese camino en la cita evangélica que viene siendo hilo conductor de todo mi comentario desde la primera entrega: “Él que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y sígame”. Dios no necesita nada de nosotros, solo quiere que nos sometamos libremente a su voluntad, como camino de alcanzar la libertad y la felicidad. Así nos dice el salmo 50: “Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tu no lo desprecias.” Por eso el ofrecimiento que le hagamos de nuestro sufrimiento, constituye el mejor sacrificio de nosotros mismos que podemos hacer en prueba de nuestra sumisión y acatamiento a su voluntad. Ello supone, también, una prueba de nuestro amor a semejanza del amor que nos demostró Jesús , aceptando su cruz para remisión de nuestros pecados. Cuando cogemos nuestra cruz de cada día con la mirada puesta en Jesús, no hacemos otra cosa que seguir el camino que Jesús nos señala para, asemejándonos a Él, poder llegar a nuestro destino final como parte de esos a los que “predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo” y por ello los “justificó y …glorificó” (Rm. 8, 29 y 30).
Pero la cruz no es solo llave de la vida eterna y el camino que lleva a ella; es también fuente de vida en nuestra vida cotidiana. Al sabernos unidos al Todopoderoso a través del ofrecimiento de nuestra cruz, no solo damos sentido a nuestros padecimientos de cara a nuestra salvación, sino que también recibimos una fuerza y un descanso, que nos es puramente sicológico, pues nos consta que el Espíritu Santo concede una fuerza de superación que muchos hemos experimentado en nuestra vida: Muchas veces nos hemos preguntado de donde sacábamos energías para afrontar ciertas situaciones difíciles; en otras ocasiones ese mismo Espíritu nos ha iluminado cuestiones complicadas que se nos presentaban irresolubles. Y es que Él, no desatiende a los que confían, aceptando su voluntad. Por eso ya decía Isaías, “Señor, tú nos darás la paz, porque todas nuestras empresas nos las realizas tú” (Is. 26, 12). Porque “Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?...¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿ la tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?...En todas estas cosas vencemos por aquél que nos amó”, nos dice Pablo en Romanos 8, 31-37. Ese mismo Pablo, modelo de seguidor de Jesús, renuncia a sí mismo diciéndonos, “Estoy crucificado con Cristo; yo vivo, pero no soy yo, es Cristo quién vive en mí”(Gal.2,20); y en consecuencia se siente fuerte pese a su debilidad: “Muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de mis debilidades, de los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2Cor.12, 9-10). Pablo cambia totalmente el enfoque de su vida después de conocer a Jesús y todo aquello que Él, antes, consideraba importante, ganancia, ahora lo considera pérdida: “Pero lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quién perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo…”(Fp.3, 7 y8). Pablo descubre la Verdad, el amor de Dios, y renuncia a sí mismo, se une a Jesús y se siente fuerte y libre de las ataduras que tenía antes de conocer a Cristo, el Enviado, que tanto anunciaban las Escrituras que tan bien Él conocía, como fariseo practicante que era.
Claro está que nosotros no somos Pablo; pero eso no quita que sepamos valorar, intuyamos, lo acertado de su enfoque, la verdad de su itinerario. Nos falta su fuerza y su libertad, pero no del todo; porque, se nos ha dicho, que en el camino de seguimiento a Jesús que emprendemos, la encontraremos. Sabemos que al acercarnos a Jesús, al olvidarnos de nosotros mismos, penetramos en la verdad que nos libera de nuestras inclinaciones al mundo, del anzuelo en el que habíamos caído tras el cebo de los placeres, el prestigio, el poder, la diversión…; falsos ídolos que no dan paz sino insatisfacción, agobios, angustias…; sobre todo no nos dan respuesta válida a nuestro ser y nuestro destino. Por eso Jesús nos urge a que nos decidamos a elegirle a El, que es la verdad, frente a la mentira de los ídolos, representados en el dinero:” Nadie puede estar al servicio de dos amos…no podéis servir a Dios y al dinero…No andéis agobiados pensando qué vais a comer…Sobre todo buscad el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura.”(Mt. 6,24-34). Pero nos falta fe; parece que nos cuesta reconocer algo elemental y evidente, que “El Señor da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta; da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece”(1ºSam. 2,6 y 7); o como dice el Salmo 126, “ Si el Señor no construye la casa, en vano se afanan los constructores; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigila la guardia”. A fín de cuentas, todo lo que somos y tenemos de Dios nos viene y a Él se lo debemos, ya nos guste o nos disguste. Es ahí, en la tribulación, donde tenemos la ocasión mejor de pronunciarnos por El y alcanzar la libertad de los hijos de Dios; “recordad cómo fue probado nuestro padre Abrahán y, purificado por muchas tribulaciones, llegó a ser amigo de Dios”.(Jdt. 8, 25 yss.). Cuando hemos dado un nuevo enfoque a nuestra vida, desde la convicción de quienes somos y de donde nos viene la fuerza y la vida, podemos enfrentarnos a nuestras frustraciones y fracasos y encarar la vida con esperanza sin dejarnos ahogar por las difíciles situaciones que soportamos; ya no somos esclavos de nuestros proyectos y ambiciones, de nuestros apegos y afectos.
Sirviéndonos de la cruz nos liberarnos de nosotros mismos y entramos a disfrutar de la libertad de los hijos de Dios. Y una consecuencia inmediata es que podemos darnos a los demás, convertirnos en instrumentos a través de los cuales el amor de Dios llega a nuestro prójimo. Nuestro sufrimiento no solo puede acercarnos a Dios, si se lo ofrecemos, sino que, también acerca a nuestros semejantes a Dios. En la medida que nuestra renuncia sea sincera y profunda, podremos amar incluso a nuestros enemigos y perdonar los agravios recibidos. Eso es lo que hizo nuestro modelo, Jesús, poco antes de morir en la cruz, cuando dijo . “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”(Lc. 23,34).
Todo el itinerario descrito anteriormente de encuentro con Dios y con el prójimo, nos suena, de entrada, a música celestial, a utopía, a algo alejado de la realidad. Nada mas inexacto. Es un camino que no se hace en un día y, por otro lado, tampoco se hace solo, se cuenta con la fuerza del Espíritu Santo; una fuerza que no solo se recibe con el ofrecimiento de nuestra vida, dichas y desdichas, sino también a través de los sacramentos, de forma muy especial, a través de la Eucaristía, que es el sacramento de la comunión con Dios y con el prójimo y, por lo mismo, el sacramento del amor y la paz. Pero todo tiene un origen. Para emprender el camino del encuentro, debemos sentir, antes que nada, la insatisfacción de las respuestas que nos da el mundo; buscar las huellas de Dios en nuestro interior e ir conociendo a nuestro Padre de la mano de su Palabra, La Biblia. Poco a poco iremos descubriendo la presencia de ese Padre en la historia de nuestra vida, una actuación que no siempre es fácil de descubrir, sobre todo en el caso de niños que han sufrido desde su mas tierna infancia maltrato y vejaciones de todo tipo. Solo la luz del Espíritu Santo puede iluminarnos ciertas historias personales y, yo soy testigo, lo hace cuando se le pide. Por otro lado, tampoco podemos tener una idea equivocada de la fe: Esa convicción que ordena nuestra vida y conducta, se mueve en un terreno de dudas e inseguridades pues a Dios solo le vemos con los ojos del alma y ese aspecto nuestro, espiritual y esencial, lo tenemos un poco atrofiado. Eso sí, como ocurre en todo, el ejercicio espiritual nos lleva a una mayor penetración de las cosas del espíritu, de las cosas de Dios. La fe viene a ser la seguridad, dentro de las limitaciones e inseguridades de este mundo.
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