Nuestro
Creador tiene las respuestas que cualquier hombre, aunque no sea especialmente
docto como yo, busca y puede encontrar. Aquí intento recorrer el camino que
lleva a nuestra Verdad y destino; y desde la poca o mucha luz que el Espíritu
de Dios me dé, quiero contemplar, con objetividad, situaciones más o menos
oscuras o confusas.
Parto de la
base de que nuestra esencia está en el amor, nuestro origen y destino; después
de examinar esa verdad, base de nuestra dignidad y libertad, he reflexionado
sobre el sufrimiento como parte de esa verdad que nos libera, como parte del
amor de Dios; he intentado ver el dolor como instrumento del que Dios se ha
servido para nuestro bien y el de nuestros semejantes. Me adentro ahora en el
campo de cómo esa Verdad nos llega desdibujada, cuando no distorsionada, por
obra y gracia de algunos mensajeros que, al intentar meter baza, meten la pata.
No lo podemos remediar; no podemos contentarnos con ser meros instrumentos de
Dios y nos ponemos a interpretar papeles que no nos corresponden. Así, surgen
profetas que ponen el acento en cosas accesorias, ocultando ,siquiera en parte,
la verdad por la cual el mundo existe y se mueve, el Amor de Dios. Otras veces adoptan posturas
poco acordes con la caridad y con la dignidad de los hijos de Dios y caen en la
descalificación o condena de opciones perfectamente válidas según una recta y lícita
conciencia que actúa en el marco de la verdad evangélica y de la Iglesia,
depositaria de esa verdad.
Creo que
no tengo mejor forma de exponer lo antes apuntado, que la de hacer un sucinto
repaso a mi experiencia personal . A lo largo de mi vida he recibido grandes
ayudas para ir avanzando en mi fe, pero también me he topado con actitudes y
doctrinas que en mi opinión,, y no soy nadie, no son acordes con la doctrina de
Jesús. A todo ello me referiré, a lo bueno y a lo malo; también lo negativo da
mayor nitidez al mensaje verdadero:
Entre
los 10 y los 15 años estuve en un internado de Jesuitas. El asiduo contacto con
el Evangelio, las prácticas piadosas y las pláticas que nos daban hicieron que
calara en mí una fe básica que tenía como ingredientes, la convicción de que
existía un Creador Todopoderoso, que existía un camino recto hacia el bien y
uno torcido hacia el mal, que ese Creador era el refugio que me amparaba en mi
soledad y mis necesidades ; también recuerdo la experiencia de que me castigaba
cuando pecaba. Aquella fe era algo elemental, propia de del Antiguo Testamento,
de la Antigua Alianza. Si me portaba bien, si no pecaba, el Señor socorrería
mis necesidades; mi vida de fe se basaba en el cumplimiento de la ley. Con ello
mi fe tenía un cierto cariz egoísta; me servía de Dios. Y no es que la fe no
comprenda esa faceta de Dios, como nuestro refugio y socorro; es que la fe es
mucho más, y la ayuda que recibimos de Dios no la recibimos por cumplir la ley
sino porque Dios nos ama aunque seamos pecadores, según Jesús nos dice en
cantidad de pasajes evangélicos ( parábolas del hijo pródigo, oveja perdida,;
cuando habla de que no ha venido a llamar a los justos sino a los pecadores, a
curar a los enfermos y no a los sanos; cuando perdona al Buen Ladrón, a María
Magdalena, a los que le crucifican…). Aquella fe incompleta y equivocada en
cierta medida, me sirvió en aquella etapa de mi vida. Yo no supe llegar más
lejos. Posiblemente habría podido progresar más en la fe si aquellos curas
hubiesen hablado menos del pecado y del infierno y más del amor de Dios hacia
el hombre; posiblemente… no lo sé.
Cuando
al salir del internado me vi al amparo de mi familia y en mi casa, con mis
cosas, Dios me fue menos necesario y mi trato con El perdió intensidad. Andando el tiempo, mi fe se convirtió en una
práctica rutinaria que mantenía por inercia y por la convicción de que Dios
existía, castigaba a los malos y premiaba a los buenos. Pero aquella fe, a la
que tanto le faltaba, no pudo llenar el gran vacio y la angustia que yo
experimenté al pasar unos años. Resultado de aquella situación fue una
depresión y una búsqueda obsesiva de una verdad que diera respuesta a mi vacio
y soledad, que tanto me angustiaban.
Tras
una larga temporada de insomnio, viviendo un sin vivir, que nada valoraba pese
a tenerlo todo, tuve la suerte de encontrar algo de paz en una colegio mayor
del Opus Dei. Allí reencontré el camino de la fe, lo que hizo nacer en mí la
esperanza. Lo primero que me dijo un
cura de allí, fue que a Jesús había que conocerlo a través de su Palabra,
principalmente contenida en el Evangelio. También me dijo que la fe era un
regalo que había que esperar pacientemente, sin desfallecer; y así empecé a
caminar de nuevo de la mano de La Obra. En los dos años que estuve en aquel
colegio me enseñaron muchas otras cosas buenas: a buscar a Dios a través del
trabajo, a no descuidar las prácticas piadosas ( misa, oración), a vivir en un
santo abandono a la voluntad de Dios, a vivir en la presencia de Dios, a cuidar
la vista y evitar las situaciones de pecado… En definitiva, me dieron una serie
de buenas pautas para vivir en cristiano partiendo de una fe que se daba por
supuesto, no se discutía. Así me vi envuelto en una forma de vivir la fe,
siguiendo un método construido a base de normas piadosas que hacían sentirme
bueno por el mero hecho de seguirlas. En el fondo era un fariseo porque, pese a
la mucha misa y oración, en mi corazón no había amor y mi orgullo seguía
intacto. En aquella época, hablo de hace más de 35 años, el Opus vivía un
ensimismamiento (ojalá hayan cambiado) fruto de considerarse los “puros”. Esto
les llevaba a criticar otras posturas y actitudes de otros cristianos con muy
poca caridad. El cumplimiento de las normas de piedad era objeto de una
contabilidad diaria asentada en la agenda que cada miembro de La Obra llevaba.
Son muy elocuentes dos recuerdos que conservo: Uno, que era frecuente oir,
referido a los curas que no llevaban sotana, que “iban vestidos de
lagarterana”; dos, no podíamos entrar en el comedor con los brazos al aire para
no suscitar malos pensamientos en las chicas que nos servían la mesa y, a
veces, nos poníamos un jersey aunque fuera finales de Junio y el calor
apretara. Al final, lo que aprendí fue a no abandonarme en la práctica de mi
poca fe y a vivir un poco más de cara al Señor; pero en el fondo mi fe no había
superado esa fe farisea basada en el cumplimiento y no en la conversión del
corazón, en la humildad y el amor. Tampoco esta santa institución supo vencer
mi necedad; pienso que no toda la culpa fue mía a la vista de lo que observé. Otra
pauta, que recuerdo se nos decía con
insistencia, era la de que “había que poner los medios”, es decir, había que
esforzarse en conseguir un objetivo. El poso que dejaron en mí todas aquellas
máximas fue el que , en todo éxito había una dosis importante de mérito
personal, incluso en lo de ganarse el cielo. Pues bien, ni la máxima anterior,
ni otras pautas que regían nuestra vida, estaban equivocadas. La doctrina del
Opus creo que era totalmente ortodoxa. En lo que creo que fallaban era en el
acento que ponían en según qué cosas, en resaltar demasiado las formas, en
convertir la vida de fe en una contabilidad sometida, además, a la censura de
un tutor, con el que te veías
periódicamente, y que, algunas
veces, se adentraba en tu
conciencia dictándote la forma de actuar. Aquello resultaba agobiante para
algunos ya que, en el fondo, se rebasaba el sagrado límite de la libertad y
dignidad de los hijos de Dios. Las críticas que en ocasiones se planteaban,
eran tomadas como actitudes desestabilizadoras que “creaban mal ambiente”. En
fín, no lograron imbuirme una fe más profunda construida desde el amor de Dios
y hacia Dios; desde la libertad y conciencia personal. Por eso, pese a lo
impecable de su doctrina, no me extraña que algunos hayan etiquetado a la Obra
de secta. El buen vino puede causar también embriaguez.
Aquella religión, practicada al estilo de los judíos fariseos, me
mantuvo en pie durante muchos años en medio de mis luchas y fracasos; fue la
base sobre la que fui acumulando experiencias de la intervención de Dios en mi
vida, que no es poca cosa. Pero llegó un momento, cuando con 45 años me quedé
sin trabajo, que aquello me resultó insuficiente. Por suerte sabía donde buscar; sabía que había
que ahondar en el conocimiento de Jesús, el Dios encarnado para transmitirnos
una Verdad para nosotros inconcebible en su plenitud por extraordinaria y
maravillosa. En esta situación el Señor
hizo que diera con unas catequesis de las Comunidades Neocatecumenales,
los kikos, y así, como sin querer, me hice de un movimiento al que antes había
criticado, tachándolo de folklórico, raro y exagerado. He pertenecido a esta
institución durante 20 años y a ella debo una gran parte de mi bagaje
espiritual, un patrimonio que me ha mantenido a flote durante todos estos años
pese a muchas vicisitudes , contratiempos y penalidades.
Lo primero que los Kikos me desmontaron fue el enfoque de mi fe: Dios
nos amaba tal como éramos, pecadores, y nuestro esfuerzo no debía estar
dirigido tanto a seguir unas pautas piadosas, como a conocer el gran amor que
Dios nos tiene a través de un constante escrutinio en grupo de las Escrituras y
una reflexión profunda sobre la actuación de Dios en mi vida. Ellos me
descubrieron el Antiguo Testamento, la misericordia que Dios tuvo con el pueblo
de Israel, pese a sus constantes traiciones y deslealtades, estableciendo un
paralelismo con nuestras vidas. Había que hallar a Dios en medio de nuestra
historia personal: Todo estaba bien hecho;
“…Sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los
que le aman…” (Rm. 8, 28).
Me
enseñaron que Jesús lo que quiere es la conversión del corazón- “un corazón
contrito y humillado tú, Señor, no lo desprecias”.- Para ello había que destruir, primero de
todo, al hombre viejo aferrado a unos vicios y enfoques egocéntricos de la fe,
había que eliminar unas ataduras y caretas que adoptamos en función del culto
que rendimos a unos ídolos acaparadores e insaciables que más que paz nos traen
agobios y desasosiego: Riqueza, prestigio, apariencia, afectos , poder,
placeres… En el Opus existe un riesgo:
Tratando de santificarnos a través del trabajo, se puede errar el tiro y crear
un pseudo ídolo con el trabajo en el momento en que busquemos nuestro propio prestigio.
En los kikos el riesgo consiste en que muchos , tratando de despojarse del
hombre viejo, van demasiado lejos y terminan renunciando en alguna medida a su
condición de hombres, seres libres y con conciencia y responsabilidad personal,
podados en su dignidad por una sumisión y obediencia a los catequistas total,
si bien ejercida por éstos en forma suave pero contundente; no se te ocurra
contestar, opinar y, mucho menos, criticar sobre cuestiones opinables,;
tendrías dificultades. La autoridad indiscutible del catequista y sus
manifestaciones, no se discuten.
En
el camino de conversión y nacimiento de un hombre nuevo, me enseñaron que
nuestra actitud frente a Dios debe ser esencialmente de alabanza. Para ello hay
que vaciarnos de nosotros mismos, reconocer nuestra poquedad, que todo lo que
somos y tenemos nos viene de Dios, que vivimos en una precariedad y
provisionalidad que Dios maneja en función de conseguir su objetivo último,
llevarnos con Él. Una vez que se asume lo anterior con plena convicción,
fundada en la propia experiencia personal, no cuesta tanto desprenderse, dar
limosna, dar tu tiempo; tampoco es tan difícil aceptar la cruz y las
tribulación en la que todos vivimos o viviremos; nadie se escapa.
Para Comunidades es importante el anuncio de la Palabra, por las calles,
puerta por puerta, cumpliendo así el mandato evangélico y humanamente lógico:
Dar a conocer a la humanidad la inigualable y extraordinaria noticia de que
Dios la ama y le tiene preparado un cielo en el que la espera, sin importar los
pecados cometidos por ella. Jesús ya pagó por nosotros redimiéndonos de nuestra
culpa. A nosotros nos toca adherirnos o no
a Cristo. Es grande el beneficio espiritual que se obtiene cuando se
sale a predicar porque antes hay que esforzarse en creérselo uno; esto por un
lado, pero además, la experiencia de lo que el Espíritu Santo habla por tu boca
es incomparable. Pese a todo, he abandonado a los Kikos, me faltaba libertad y
me sobraban contradicciones. De todo ello y de cómo se desarrolló el proceso de
mi salida, hablaré en mi próxima entrega, si Dios lo permite. “Porque solo Dios
es bueno”, dice la Escritura, de lo que se infiere por analogía que solo Dios
es sabio y todos nosotros estamos expuestos al error; también los catequistas. Por
eso, la Sagrada Escritura nos dice en muchos pasajes que no debemos juzgar. Yo
me he sentido juzgado y condenado por opinar, por intentar ejercer el sagrado
deber de ser libre, venciendo la inercia y la comodidad del silencio.
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