miércoles, 24 de enero de 2018

LA LUZ DEL MUNDO (XXVI): Creyentes no practicantes

El ambiente materialista y amoral que nos rodea y la falta de una fe profunda, determinan, hoy en día, el alejamiento de muchos de la Iglesia. El desconocimiento de lo esencial del mensaje de Cristo es clave en ese alejamiento, porque facilita mucho que las prácticas del mundo actual hagan mella en personas que, de entrada, se consideran a sí mismos creyentes. Sin las referencias fundamentales, que recojo a continuación, es normal que empecemos a hacer aguas.
          La verdad que debe iluminar nuestras vidas y hacernos felices, es que Dios, nuestro Señor, es, y debe ser, el centro de nuestras vidas porque El es nuestro Creador y nuestro destino, dueño de todo y de todos; somos unas criaturas suyas muy especiales a las que ha otorgado la condición de hijos suyos, destinados a la vida eterna junto a El. En  consecuencia, nuestra pauta de vida debe ser conocer y cumplir su voluntad.
           Frente a esa Verdad, existe la aparente verdad alternativa, la mentira, de vivir centrados en nosotros mismos, esclavizados a nuestras pasiones e ídolos. Buscando una paz y una seguridad donde no están, emprendemos el camino de la infelicidad; nos convertimos en terreno abonado para la soberbia, la ira, la codicia, la envidia, la pereza, la gula y la lujuria; poco a poco dejamos de ser personas y nos convertimos en animales sin más horizonte que el pudrirse en la tierra. Buscando la vida y la felicidad, encontramos desdicha y muerte.
           Solo podremos vivir sometidos gozosamente a la voluntad de Dios, si estamos plenamente convencidos del amor que Dios nos tiene y que se ha manifestado, por un lado, y según recoge la Biblia,  a lo largo de la historia de la humanidad; una historia que culmina con la venida, revelación, pasión y muerte de su Hijo. Este encuentro con el Señor no será pleno si no vemos el amor de Dios en nuestra experiencia personal de vida, encontrando un sentido a nuestros sufrimientos y fracasos. Y difícilmente, podremos superar nuestras cruces desde el Yo que centra la felicidad en el tener y recibir. Bajo el prisma egocéntrico, es lógico que, ante catástrofes y grandes injusticias, oigamos, ¿dónde está Dios aquí?. Sin embargo hay otro enfoque y otra respuesta que han dado los santos y mártires ante situaciones dramáticas y tragedías : Dios está en el cielo esperándonos, porque su reino, al que estamos destinados, no es de este mundo. Aceptando la muerte, encontramos la vida. Esta frase no son solo palabras: En el Antiguo Testamento vemos como la madre de los Macabeos exhortaba a sus muchos hijos a no doblegarse a la voluntad del rey extranjero, que quería que apostatasen, y les animaba a aceptar la muerte pensando en la vida eterna. En el Nuevo Testamento vemos como una madre presencia y acepta, como voluntad de Dios, el suplicio de su hijo, Jesús el Nazareno, al que abandonan sus amigos, es condenado injustamente, azotan, abofetean, insultan, escupen y crucifican. Esa madre no preguntó dónde estaba Dios en ese trance de dolor inigualable que le tocó vivir. Luego vinieron muchos mártires que iban cantando a encontrarse con los leones por no renunciar a su fe. Después ha habido muchos. Yo tengo siempre muy presentes, dado mi interés por el llamado Holocausto judío, a dos santos que dieron un decidido testimonio de su fe y su amor al prójimo en medio de una de las situaciones mas horrorosas e inhumanas de la historia, la de los campos de concentración nazis: Edith Stein y Maximiliano Kolbe. Estos santos sabían muy bien lo que S. Agustín dijo, hace mucho; que el camino hacía Dios, hacia la Vida, es el amor, la entrega, al prójimo. El amor vence a la muerte; así nos lo confirma JUAN (1ªJn. 3,14), “Sabemos que hemos sido trasladados de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. El que no ama permanece en la muerte”. El amor a Dios, la Vida, es inseparable del amor a los hermanos, porque amar a los hermanos es el reflejo de Aquél de quien venimos y hacia quien vamos, el Amor que es Dios. Y este amor que se expresa y manifiesta en hacer el bien, tiende a proyectarse sobre todo y todos; es la Verdad y la Vida, incompatibles con la mentira, el odio y la muerte a los que ese Amor, Dios, aniquila si le dejamos que actúe en nuestras vidas. Ese amor que Dios nos tiene vence a la muerte si nosotros nos agarramos a él en la forma que nos describe Pablo (Rm. 14, 7 y ss.): “ninguno de nosotros para sí mismo vive y ninguno para sí mismo muere… si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos ,  morimos para el Señor…del Señor somos. Que por esto murió y resucitó Cristo, para dominar sobre muertos y vivos”
           “La Verdad os hará libres” (Jn. 8, 31) frente a la muerte y nos libera de nuestras esclavitudes. Nuestra paz y felicidad ya no dependen de nuestros planes mundanos porque nuestro propósito primero es que se cumpla el plan de Dios y nos lleve con El al cielo. Para nosotros ya no existe la frustración, el fracaso, el desánimo o la apatía, porque nuestro éxito lo alcanzamos en cada momento  que actuamos como instrumentos del plan del Señor.
             El encuentro con el Señor, nos lleva a unirnos más a El , a conocerlo mejor, a través de su Palabra, la oración y los sacramentos, en especial la eucaristía. Es nuestra normal actuación con las personas a las que queremos. El problema es que no podemos amar aquello que no conocemos. Ya nos lo decía Pablo (Rm. 10, 14),”¿Cómo creerán sin haber oído de El?. ¿Y cómo oirán si nadie les predica?”. Luego hay una cuestión previa  que los miembros de la Iglesia tenemos que resolver; la de que nuestra conversión sea lo suficientemente profunda para que veamos que nuestra caridad comienza por divulgar la buena noticia del Evangelio con nuestra palabra confirmada con nuestras obras. S. Pablo lo tenía claro, “La caridad de Cristo nos apremia”(2 C0r. 5,14), “Ay de mí sino anunciara el Evangelio! “ (1 Cor. 9,16).
               Hoy en día, en especial los jóvenes, la gente no ve la necesidad de acercarse a conocer a Jesús, ocupados, como nos dice la parábola del sembrador , en sus afanes, la seducción de las riquezas y los placeres. Su plan de vida es triunfar en el trabajo y pasarlo bien; su verdad es la que ellos se fabrican a su  medida en el marco de un egocentrismo que destila automáticamente una moral subjetiva y relativista. Y así entran en un círculo vicioso: No practican porque no  conocen y no conocen porque no experimentan la necesidad  de salir de sí mismos y conocer. Solo cuando se den cuenta de que su egocentrismo conduce a la  destrucción personal y de la sociedad, emprenderán el camino de la búsqueda de la Verdad de Jesús; aunque existe el riesgo de que la busquen en imitaciones, otras religiones, que solo parcialmente contemplan esa única y completa verdad que se encuentra en la Biblia.
             El ambiente mundano en el que vivimos, hostil a la verdad del Evangelio, exige, de los que queremos seguir a Cristo, una profunda convicción; no cabe la tibieza ni las medias tintas. De no ser así, enseguida el mundo se apoderará de nosotros y, tras la pereza y el abandono, vendrá el alejamiento de la Iglesia. Es por tanto necesario acogerse con fuerza a Cristo en la Palabra, la oración y la Eucaristía; acogerse a su Iglesia donde El sigue presente y actuando en nuestro auxilio; y esta pertenencia a su Iglesia debemos ejercerla, según nos enseñó, con respeto y caridad hacia todos sus miembros pero, también, con libertad para opinar sobre posibles desviaciones, tal como hizo Pablo cuando corrigió a Pedro. Que los fallos cometidos y los malos ejemplos que, a veces, todos damos, no nos hagan vacilar; no hagamos el juego al diablo que pretende  ocultar el buen olor de Cristo expandiendo el olor de las cloacas . La santidad de la Iglesia, acreditada por tantos santos y tanto bien realizado a lo largo de la Historia, no puede quedar empañada por unos cuantos pecadores que existen y existirán en su seno. La hostilidad del ambiente contra la Iglesia se realiza de mil modos a través de medios de comunicación, libros, comentarios en todos los ámbitos… No debemos dejar que nada ni nadie nos aparte de Jesús ni de la fuente de su gracia, la Iglesia. Perseveremos en los sacramentos, la oración y en la Palabra, para fortalecer nuestro espíritu y poder hacer frente a las pruebas que el Señor nos envía y los ataques contra nuestra fe que el mundo nos dirige. De no hacerlo así, el mismo Señor nos dice lo que ocurrirá, “El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica, se parece a aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, se desbordaros los ríos, soplaron los vientos …contra la casa, y se derrumbó. Y su ruina fue grande.” (Mt.7, 24 yss.).
           Aceptemos que somos malos practicantes, malos discípulos de Jesús, pero nunca nos demos por vencidos, renunciando a la intención seria de mejorar poco a poco. No tratemos de justificar nuestros fallos entrando a formar parte de esa amplia institución de los “ creyentes no practicantes”, que , situándose fuera de la Iglesia, la atacan ,unas veces vociferantes, otras en forma más callada.
            Las personas alejadas de la Iglesia y que se autodenominan creyentes no practicantes, son en realidad practicantes de pocas creencias; son primos hermanos de los no creyentes a efectos prácticos, y pasan a ser parte de ese triste panorama que hoy en día contemplamos : Apartados de la misa y los sacramentos, la Navidad pasa a ser para ellos, la celebración de la venida de Papá Noel; no pisan la Iglesia para nada. La semana santa pierde para ellos su sentido religioso y se convierte en un simple periodo de vacaciones; no pisan la Iglesia para nada. Las bodas, comuniones y bautizos son meros acontecimientos sociales a los que hay que ir muy guapos y elegantes; el pecado es un concepto ambiguo al que cada uno  da un contenido según sus circunstancias personales, llegándose a justificar por este camino actos como la fornicación, el adulterio, la masturbación, el aborto…; permanecen mudos ante los muchos ataques que se hacen contra la Iglesia, o peor, se suman a ellos para justificar su propia deserción; ellos sustituyen la moral objetiva, que ha establecido el creador, por otra subjetiva que fundamentan en una libertad mal entendida que rechaza, de entrada, cualquier imposición sobre el criterio personal. Dejan de tener la libertad auténtica de los que se hacen siervos de Dios (el libérrimo dueño de todo, que nos invita a compartirlo todo), y la sustituyen por “su libertad” para encubrir la maldad, según denunciaba S. Pedro (1Pe. 1, 16); más adelante este mismo apóstol nos habla del sinsentido de aquellos que “ prometen libertad cuando ellos son esclavos de la corrupción” (2 Pe.2,19).
             Siguiendo con la situación que nos circunda, vemos como los pilares de la sociedad se van resquebrajando; en especial es triste ver el estado en que se encuentra la familia en muchos lugares y las lamentables consecuencias que ello acarrea. La institución empieza sin bases sólidas; los jóvenes han casi institucionalizado  el amancebamiento como una fase previa al matrimonio, iniciando una relación plena de pareja, de hecho conyugal, sin el debido compromiso formal y serio que le da sentido. Este es un fenómeno relativamente reciente, y cada vez más extendido, que merece ser analizado mas tarde con detenimiento. Cuando las parejas deciden casarse no parece que vayan al matrimonio tratando de realizar un proyecto de vida común en el que cada uno de los cónyuges quiere consagrarse a lograr la felicidad del otro; más bien parece que realizan un contrato en el que ambas partes tratan de armonizar intereses egoístas. Se va al matrimonio a exigir más que a dar y se da para exigir. La mujer emprende el matrimonio con una actitud marcada por el feminismo al uso, preocupada por tener los mismos derechos que el hombre; y eso valdrá para otros contratos pero no para el matrimonio cristiano. Para un cristiano la mujer tiene idéntica dignidad que el hombre: eso supone igualdad de derechos y obligaciones en ambos sexos, pero no uniformidad ni idénticas funciones en algunos ámbitos; este es el caso del matrimonio. Para Jesús, “no hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús” (Ga.3, 28); Pablo nos habla repetidamente sobre la posición de la mujer en el matrimonio y me cuesta reconocer esa posición en la mayoría de matrimonios: “Las casadas estén sujetas a sus maridos como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer como Cristo es cabeza de la Iglesia… Y como la Iglesia está sujeta a Cristo, así las mujeres a sus maridos en todo. Vosotros, maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella… Los maridos deben amar a sus mujeres como a su propio cuerpo.”(Ef. 5,22 y ss.); Toda esta doctrina se repite  en muchos pasajes, ( 1Cor.11, 3 y 8; Col. 3,18; 1Tm. 2,12 ; 1Pe. 3, 1 6).
             Se va al matrimonio sin tener plena conciencia de los fines, notas esenciales, contenido y significado del mismo; pronto se pierde el contacto con la Iglesia y todo queda  en un bonito recuerdo plasmado en un álbum de fotos; lo que prometía ser el principio de una conversión se frustra y poca o ninguna trascendencia tiene en sus vidas; las madres olvidan que antes que nada son esposas, relegan y descuidan al marido, y rechazan, por machista, cualquier autoridad del marido; los hijos siguen el camino de los padres, aunque se bauticen y tomen la 1ª comunión, y pronto pasan a engrosar el grupo de los creyentes no practicantes, en el mejor de los casos; las relaciones de la pareja, y con los hijos, se deterioran; las faltas de respeto campan a sus anchas y las rupturas abundan. Los valores se van perdiendo y la sociedad degenera y se corrompe.
               Y todo esto sucede porque nos hemos alejado de Jesús, de su Evangelio y de su Iglesia.

sábado, 29 de abril de 2017

LA LUZ DEL MUNDO (XXV): La Iglesia de hoy (3ª parte)

Consecuencias de la conversión.- La falta de conversión, de auténtica fe en nuestro corazón, nos ha llevado a contaminarnos del mundo y es causa de muchos males que aquejan a la Iglesia. Por eso en mi escrito anterior he intentado desarrollar el contenido de esa conversión, de la mano de la Escritura, para así saber donde están nuestros fallos. De este extenso desarrollo (no me atreví a cortarlo ni parcelarlo) me interesa, antes de seguir, resumir en unas líneas lo esencial.

Dios es el centro de nuestra vida: nuestro creador y destino, que debe marcar todas nuestras decisiones por la simple razón de que es el dueño y señor de todo y, por tanto, a Él debo someter mi voluntad. En Él debo confiar por encima de todo aunque muchas veces no entienda sus planes y situaciones. Nuestra seguridad no está en el dinero, nuestra paz no está en los placeres y la distracción, sino en el Señor. Y ¿cuál es la voluntad del Señor?; que le acompañemos en el cielo pasando por la tierra amándonos unos a otros como Él nos ha amado, hasta la muerte y muerte de cruz; sin amor, sin obras, nuestra fe es estéril y nuestra vida vacía, pues estamos hechos por el amor y para el amor; vamos contra nuestra propia naturaleza cuando nos encerramos en nosotros mismos y prescindimos de los demás, incluso a la hora de practicar nuestra religión. Este encastillamiento individual tampoco resulta aceptable cuando se practica en grupo como sucede a veces en el seno de la Iglesia, una en Cristo Jesús.

Mi fe debe estar cimentada en mi corazón, considerada como un tesoro; así, practicarla, será motivo de gozo y no una carga impuesta o un ejercicio de hipocresía. Por eso, el reto personal de cada uno: descubrir el amor de Dios en nuestra vida para que nuestro corazón salte de gozo; llegar a asimilar que soy hijo de Dios con todo lo que eso supone, pues parece mentira que un ser, como yo, haya sido elevado a tal dignidad, por encima de los ángeles. Y todo por puro amor de Dios; extraordinario regalo, sin mérito alguno por mi parte y, lo que es más, pese a mí demérito por mis traiciones. Así que es el amor de Dios , llevado hasta el extremo de la cruz, el fundamento de la justificación personal que alcanzamos a través del amor y el corazón; el cumplimiento de la ley no justifica a nadie si no está detrás el corazón; éste, llegado el momento, me impondrá unas metas superiores a la ley, si bien, paradójicamente, serán más fáciles de conseguir porque contarán con la fuerza del amor de corazón y el Espíritu Santo que anidará en mí. Jesús no vino, dice el Evangelio, para abolir la ley sino para darle plenitud en el amor; la ley está para que tomemos consciencia de nuestras limitaciones, y comprendamos la absoluta necesidad que tenemos de la misericordia de Dios.

Y “el camino, la verdad y la vida” es Cristo, en quién el Dios invisible se nos ha dado a conocer y que de modo especial permanece en su Iglesia pese a los errores que cometemos sus fieles, jerarquía incluida. Pero no hay lugar para el desánimo porque Jesús lleva la iniciativa y la batuta; Él no murió por los justos ni por los santos, sino por los pecadores y los impíos.

Queda resumido mi escrito anterior, donde doy respaldo bíblico a todo esto. Como fue muy extenso, he creído necesario hacerlo para que el mensaje quede nítido y no se pierda su perfil esencial. Y ahora prosigo el desarrollo de las muchas consecuencias que la fe implica.

La fe profunda viene de la mano del conocimiento de Dios, de quién procedemos y a quién vamos. A medida que conocemos a Dios nos vamos conociendo a nosotros mismos ya que hemos sido hechos a su imagen y semejanza para poder llegar a unirnos a Él tras un proceso de perfeccionamiento en nuestra vida; proceso en el que vamos madurando en nuestra esencia. Poco a poco nuestra fe, nuestra disposición a hacer el bien, va dejando de ser una carga, una obligación, y se convierte en una devoción, en una fuente de felicidad; nuestra paz no la encontramos entonces en hacer lo que nos apetece, nos gusta o nos es cómodo, sino en hacer lo que debemos hacer, la voluntad de Dios, aunque nos cueste un esfuerzo – “…hacer tu voluntad es mi deleite y yo llevo tu ley en mis entrañas” (salmo 39) - Por eso muchos, sin la fe suficiente, no entendemos nuestra felicidad sino va de la mano de hacer lo que nos da la gana, de la falsa libertad de buscar nuestra satisfacción; todo, y a todos, lo juzgamos según lo que nos aportan; no comprendemos el sacrificio por nada ni por nadie, el dar sin recibir. Somos esclavos de nosotros mismos, ídolos de barro que nos extinguimos con un soplo.

Al desplazar a nuestro Creador del centro de nuestra existencia, hemos sembrado la simiente del odio, la avaricia, la ira, la envidia, la pereza y la lujuria y empezamos a cultivar nuestra desgracia, y la de los demás, con las armas de la violencia y la injusticia. Caminamos en las tinieblas. Sin embargo, el convertido camina en la luz de la Verdad y con la fuerza del Amor alcanza la libertad frente a los muchos errores y esclavitudes con los que el mundo le bombardea constantemente- “Si os mantenéis en mi palabra…conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn. 8, 31 y ss.). – El conocimiento de Cristo a través de su palabra, nos da a conocer la verdad acerca de Dios y de nosotros mismos, nos enseña nuestra esencia y destino y nos libera del error de creernos seres con un contenido y destino al margen de Dios. Esta verdad corta muchas cadenas como veremos.

Nos libera del temor a la muerte- “ Porque esta es la voluntad de mi Padre, que todo el que ve al Hijo y cree en el El, tenga la vida eterna, y yo le resucitaré en el último día”(Jn6,40); “ Porque tanto amó Dios a mundo, que le dio su Hijo Unigénito para que todo el crea en El no perezca sino que tenga la vida eterna” (Jn. 3, 16); “Que no habéis recibido el espíritu de siervos para recaer en el temor, antes bien habéis recibido el espíritu de adopción por el que clamamos ¡Abba, Padre!...somos hijos de Dios, y como tales herederos de Dios” (Rm. 8, 15); Jesús “liberó a todos los que, por miedo a la muerte, pasaban la vida entera como esclavos” (Heb. 2,15).

La fe profunda nos libera de la mentira de creer que el mundo que nos rodea, que vemos y sentimos, es la única realidad; En contra de aquellos que predican que las creencias y religiones no son otra cosa que fantasías en las que la gente se refugia para poder soportar las angustias de la vida, la fe nos dice que la realidad más auténtica y definitiva está más allá del mundo material; que lo irreal es vivir de espaldas a nuestra realidad espiritual, a nuestras ansias de justicia, libertad y eternidad. Y esta inquietud y búsqueda de lo justo, eterno y definitivo, ha obtenido una respuesta bien tangible de parte Dios, conectando el mundo espiritual a nuestra percepción sensible y material : No es una fantasía ni humo la presencia de Dios en la historia de la humanidad constatada a través de su Palabra y el acontecimiento de hechos extraordinarios. Parece evidente la necesidad que tiene el mundo de su creador y del imperio de su ley, del amor, para lograr un cambio, una transformación, hacia la justicia y la paz.

La plenitud de la revelación de Dios llega a su culminación con la venida del mismo Dios a la Tierra, encarnándose en la persona de Jesús; con Él, el mensaje del amor, nuestra condición de hijos de Dios y nuestro destino junto a Dios, quedan explicados de forma definitiva y acreditados con milagros que se prolongan en el tiempo hasta nuestros días. La pasión y muerte en cruz de Jesús, anunciadas por los profetas y aceptadas voluntariamente por Jesús, disipan cualquier duda sobre nuestra condición y destino pese a nuestros pecados y traiciones; porque cuando Jesús era azotado, insultado, golpeado, escupido, coronado con espinos ,abandonado de todos y clavado en una cruz, lo que realmente estaba sucediendo era que estaba derribando a patadas la puerta del cielo que nosotros habíamos cerrado; y al exhalar su último aliento de vida pudo exclamar, “todo está cumplido”; nos había devuelto la libertad y la vida según el plan trazado por el Padre al crearnos, limpiándonos de nuestras culpas, y dándonos una prueba definitiva del amor de Dios hacia nosotros. Asimilado en nuestro corazón ese esfuerzo de Dios, reiterado y palpable, por darnos a conocer su amor; convencidos de nuestra condición y destino gratuitamente otorgados, surge como consecuencia natural e inmediata el agradecimiento y la necesidad de comunicarnos con aquél a quién todo debemos y que nos considera sus hijos ; y nada mejor para entrar en contacto con nuestro Padre celestial que la oración y la Eucaristía.

La Verdad nos libera de la mentira del yo como Dios supremo y de todas las servidumbres que van aparejadas a esa actitud ególatra. El sometimiento a la voluntad de Dios es el norte y cauce de nuestra libertad y paz; fuera de ella vivimos en un desajuste permanente que nos lleva a la angustia y la infelicidad. El Señor es el dueño de todo lo que somos y tenemos, empezando por nuestra vida, y todo puede sernos arrebatado en cualquier momento; Él lo da y lo quita según unos planes que no siempre entendemos. Jesús, nuestro ejemplo a seguir, nos marca claramente el camino: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y acabar su obra” (Jn. 4,34). Cuando preveía la tortura que le esperaba, rezaba al Padre, “Padre mío, si es posible pase de mí este cáliz; pero no se haga lo que yo quiero sino lo que tú quieres” (Mt.26,39).

Y la Virgen, en sintonía perfecta con el Creador, ya nos había proclamado,” He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”(Lc. 1,38).

A la luz de lo anterior aparece un contenido en nuestra vida, una fuerza y unas perspectivas nuevas , que antes no teníamos, esclavos de nuestro egoísmo. El ceñirnos a la voluntad de Dios en nuestra forma de vivir, proyectos y decisiones, no es solo fruto de las consideraciones antes hechas y del modelo de vida que Jesús encarna y nos anima a seguir; en muchos de nosotros existe una experiencia personal que avala este enfoque de nuestra vida. En lo que a mí respecta, puedo decir que durante mucho tiempo he buscado una seguridad, un amor y una situación profesional según mis planes de crearme un mundo ideal aquí en la Tierra; para ello contaba con mi esfuerzo y con un Dios que intentaba utilizar para mis fines. La realidad es que el Señor ha frustrado la mayoría de mis planes y ha hecho de mi vida lo que ha querido, haciéndome ver con claridad que todo lo que tengo se lo debo a Él : Mi vida, que he estado a punto de perder en 3 ó 4 ocasiones; mis bienes, que si los tengo es gracias a su intervención de la que tengo pleno convencimiento, y , en definitiva, veo claramente que el itinerario de mi vida me lo ha trazado Él en gran medida, privándome de muchas cosas y dándome otras muchas según lo que a su juicio, y no al mío, más convenía a mi conversión y encuentro con Él.

Desde la perspectiva de hacer de nuestra vida un instrumento de la voluntad de Dios, nace en nosotros un montón de consecuencias: Muere en nosotros el hombre viejo atado a unas metas egoístas que le llevan la soberbia, la ira, la envidia, la codicia y los placeres, y nace un hombre nuevo con una misión concreta, consciente de que Dios pone los medios para llevarla a cabo y pondrá el resultado que crea conveniente, contando siempre con nuestro esfuerzo y colaboración; ya no hay lugar para el desánimo que generan las dificultades para alcanzar nuestros objetivos. Ya no importa tanto el éxito o el fracaso como en hacer en cada momento lo que debemos hacer, y , en consecuencia tampoco hay lugar para la frustración. También la pereza queda en gran medida desplazada por cuanto ésta suele ser fruto del desánimo y la frustración que nos lleva a la inactividad, o bien a esa otra forma de pereza que consiste en hacer lo que nos apetece y no lo que debemos hacer. Ahora tenemos una misión que lejos de ser la de darle gusto al cuerpo, consiste en colaborar con el Señor a transformar el mundo.

Y esa misión nos trae la paz; porque ya no somos esos a los que se refiere el Señor en el salmo 94, “Pueblo de corazón extraviado que no reconoce mi camino; por eso…no entrarán en mi descanso”. Por el contrario, seguimos el consejo de Jesús, “ Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt. 11,29). Lo que cuenta no es lo que somos y tenemos, una vida difícil y miserable para algunos; lo que cuenta es que nuestra vida contribuya a que se cumpla la voluntad de Dios que nos llevará al cielo por caminos a veces difíciles de aceptar.

La conversión profunda lleva aparejada la acción para la transformación del mundo. Los cristianos de verdad intentan cambiar el mundo por dos caminos: Por un lado, divulgando el mensaje de Jesús siguiendo su mandato, “id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc.16, 15 ), por lo que Pablo dice, “evangelizar no es gloria para mí, sino necesidad” (1Cor. 9,16), pues la Verdad no se ha dado para ser ocultada sino para ser divulgada ; y por otro lado, practicando la caridad, sabedores de que todo lo que tienen no es para su uso exclusivo, que el dueño de todo es el Señor; que Él no creó el mundo y sus riquezas para su disfrute por unos pocos, sino para el bien de todos y la misión del cristiano no consiste en acaparar sino en repartir.

Para finalizar por hoy, la adhesión incondicional a Jesús implica la pertenencia sin reservas a su Iglesia. No entiendo una fe profunda al margen de la Iglesia. Así lo creo por lo que sigue.

En primer lugar, la obra de Jesús exigía una continuidad en el tiempo de cara a las generaciones futuras. Por eso Jesús dijo, “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos” (Mt. 28,20 ).Para ello no solo funda la Iglesia, y la acompaña con su Espíritu Santo desde el día de Pentecostés, sino que también Él está físicamente presente en su Iglesia, en la Eucaristía, oculto bajo la formas de pan y vino. Esa presencia suya otorga a la Iglesia la santidad.

Además esa Iglesia tiene otra nota esencial que es la unidad, según el deseo de Jesús de que haya “un solo rebaño y un solo pastor”( Jn. 10, 16). Todos los miembros de la Iglesia formamos un solo cuerpo cuya cabeza es Cristo, pues “todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu para constituir un solo cuerpo”(1 Cor. 12, 13), y “El es la cabeza del cuerpo de la Iglesia”,(Col. 1, 18). Por esto, “ya no hay distinción entre judíos y griegos, esclavos y libres, hombres y mujeres, porque todos somos uno en Cristo Jesús-“ (Ga. 3,28). Esa unidad de la Iglesia requiere de la autoridad del colegio apostólico que la dirige y da cohesión, y de esta manera se garantiza que el mensaje de Jesús no se vea alterado por aportaciones o interpretaciones de personas o grupos, sin contar con la autoridad eclesiástica.

Por otro lado, en el seno de la Iglesia, Jesús se hace realmente presente en la Eucaristía, sacramento que actualiza y reproduce la entrega de Jesús en la Cruz para nuestra salvación; por ello la Eucaristía es causa primera de la Iglesia y alimento permanente de la misma. Cristo está en su Iglesia y es ahí donde mejor puede uno encontrarlo y seguirlo. La falta de fe, que con frecuencia viene de la mano de la soberbia y del desconocimiento del mensaje de Jesús, entraña el alejamiento de la Iglesia y la tibieza de muchas personas ; se entra entonces en un proceso de pereza y de relativismo moral que lo juzga todo según el criterio personal y no según el Evangelio; es un círculo vicioso del que es difícil salir porque ese alejamiento de la Iglesia propicia menos luz y mas pereza para superarlo; tiende a hacerse crónico y más intenso. Nace el mundo de los creyentes no practicantes, como se llaman a sí mismos, cuando en realidad no practican por no ser en realidad creyentes.

martes, 21 de febrero de 2017

LA LUZ DEL MUNDO (XXIV): La Iglesia de hoy (2ª parte)


Decía en el escrito anterior que el origen de muchos problemas de la Iglesia de hoy estaba, a mi entender, en una cierta pérdida de nuestro modelo, Jesús, y en un distanciamiento, de muchos católicos, de su cuerpo místico que nos sigue acompañando, la Iglesia. Esto genera una tibieza que se traduce en fariseísmo, relativismo moral y proliferación de los creyentes no practicantes. Pues bien, debajo de todo esto, la raíz de todos los males que aquejan a la Iglesia y los católicos, está en algo que nada tiene de nuevo, aunque sí parece más extendido, LA FALTA DE CONVERSIÓN DEL CORAZÓN, de auténtica fe. Debemos profundizar en lo que la conversión es e implica, para saber en qué dirección tenemos que caminar, apartándonos de aquellos caminos equivocados que se siguen.
 La conversión consiste en poner a Dios, a Jesús, en el centro de nuestra vida; que Él sea el eje en torno al cual gire nuestra existencia y decisiones. El Shemá del Deuteronomio lo explica con claridad y contundencia (Dt.6,4) : “Escucha Israel y pon cuidado en guardar y practicar lo que te hará feliz… : El Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Y estos mandamientos estarán estampados en tu corazón y los enseñarás a tus hijos y en ellos meditarás sentado en tu casa y andando de viaje y al acostarte y al levantarte. Y los has de llevar, para memoria, ligados en tu mano y pendientes ante tus ojos. Y los escribirás en las jambas y en las puertas de tu casa”.  Jesús hace suyo este precepto de forma total y absoluta (Mt.22,37; Lc10,27; Mc. 12,28 ). Intento a continuación desarrollar el contenido de este precepto según lo que leo en la Biblia.
Lo primero que nos dice el Shemá es que el Señor es “único Señor”. El es el dueño de todos y todo : “No hay mas que…un solo Señor ,Jesucristo, por quien son todas las cosas y nosotros también”( 1 Cor. 8,6); “todo fue creado por El y para El” (Col.1,16) . Por eso “ninguno de nosotros para sí mismo vive…pues si vivimos, para el Señor vivimos”( Rm. 14,8), pues “en El vivimos, nos movemos y existimos” (Hchos. 17,28). Todo lo ha creado el Señor y lo mantiene según su voluntad, “El Señor da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta, da la pobreza y la riqueza , humilla y enaltece”( 1S. 2,4). La sabiduría del Señor nos sobrepasa y no podemos juzgar sus planes, a veces incomprensibles para nosotros, pues, como nos dice a través de Isaías (55,9) “Que mis pensamientos no son vuestros pensamientos ni  vuestros caminos son mis caminos, dice el Señor, sino que cuanto se eleva el cielo sobre la tierra, así se elevan mis caminos sobre los caminos vuestros y mis pensamientos sobre los pensamientos vuestros”. En este sentido nos dice el Eclesiástico (33.13-14), “como el barro está en manos del alfarero para hacer y disponer de él , y pende de su arbitrio el emplearlo en lo que quiera, así el hombre está en manos de su Hacedor, el cual le dará el destino según su propia decisión.” Por eso nos dice Pablo (Rm.9,20 ), “Quien eres tú para pedir cuentas a Dios? ¿Acaso dice el vaso al alfarero: ¿por qué me has hecho así?”. Está claro que los planes del Señor no son nuestros planes y muchas veces no entendemos lo que nos pasa o vemos razones distintas a las razones que Dios tiene. Así sucedió en el caso del ciego de nacimiento; mientras los discípulos de Jesús veían la ceguera como castigo de los pecados, Jesus les dice que ésta no era la causa, sino que tal ceguera se dió para que se manifestase, en la curación del ciego, las obras y el poder de Dios, (Jn. 9, 1 y ss.) Por eso debemos confiar en su infinita sabiduría y misericordia porque, como dice Pablo (Rm. 8,28 ) “sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman”. Esa es la confianza que proclamaron los profetas: Así Isaías dice, “Señor tu nos darás la paz porque todas nuestras empresas nos las realizas tú” (26,12); así Habacuc ( 3,17), “Aunque la higuera no echa yemas y las viñas no tienen fruto, aunque el olivo olvida su aceituna y los campos no dan cosechas, aunque se acaban las ovejas del redil y no quedan vacas en el establo, yo exultaré con el  Señor, me gloriaré en Dios mi salvador. El Señor soberano es mi fuerza, el me da piernas de gacela y me hace caminar por las alturas.”  Pablo remata esa confianza en Dios cuando nos dice,”¿Quién podrá arrebatarnos del amor de Cristo?; ¿la aflicción, la angustia, la persecución el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?. En todo esto vencemos fácilmente por aquél que nos ha amado “ (Rm.8,35.37).
Así que toda la Palabra que antecede nos dice con claridad que nosotros no somos los dueños de nuestra vida ni de nuestros bienes ; que el destino de nuestra vida y nuestros bienes lo fija el dueño, el Señor, según su voluntad que muchas veces ni entendemos ni nos gusta, pues su sabiduría y planes exceden infinitamente nuestro conocimiento. Solo nos queda confiar en el Señor que hará lo más conveniente para el bien de todos los hombres en general y de cada uno de nosotros en particular, por difícil que sea a veces aceptarlo, según el destino que nos tiene asignado junto a El.  A Job le costó aceptarlo, pero recorrió un itinerario de aceptación que nos ilustra todo lo dicho: A Job el Señor le quita todos sus bienes, que eran muchos, todos; también le quita todos sus muchos hijos, todos. Job acepta la voluntad y el señorío del Señor sobre todo, y nos dice, “Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré allá. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor” (Job. 1, 20-22). Mas adelante el Señor consiente que Satán llague todo su cuerpo con la lepra; de entrada sigue sumiso a la voluntad de Dios y manifiesta,”si recibimos los bienes de la mano de Dios, ¿ por qué no vamos a recibir los males también’ “ (2, 10). Pero su vida, día a día, se le hace insoportable y llega a maldecir el día que nació, se rebela contra el sufrimiento. Sus amigos le instan a que siga confiando en el Señor ,diciéndole,  “ no desprecies la corrección del Señor porque El mismo hace la llaga y la sana, hiere y cura con sus manos” (5,17). Job sigue sin entender lo que le pasa, considera que no es justo; sus amigos insisten en que confíe en el Señor y como Job no da su brazo a torcer, al final, Dios le habla a Job y le hace ver que él no es quién para juzgar los planes de Dios según la divina sabiduría; Job termina reconociendo, “he hablado indiscretamente y de cosas que sobrepujan infinitamente mi saber”. Al final Dios le curó la lepra y le dió más bienes e hijos que le había quitado.
La idea tradicional en el pueblo judío de que cada uno recibimos lo que nos merecemos según nuestra justicia, viene a superarse en el Libro de Job y en la Palabra mencionada antes que él; no es nuestra justicia, sino la de Dios, la que fija los acontecimientos según sus planes e infinita sabiduría; recordemos el pasaje del ciego de nacimiento antes citado y, sobre todo, meditemos en la injusticia humana que sufrió Jesús y que Él libremente aceptó en cumplimiento de los planes de salvación que el Padre tenía para toda la humanidad. En todas estas Palabras y consideraciones está la respuesta a  casos de sufrimiento de víctimas inocentes de catástrofes, accidentes o  enfermedades; solo Dios sabe por qué suceden y nosotros solo sabemos y confiamos en que todo, privaciones y muerte incluidas, está ordenado para la salvación de todos y que la felicidad en este mundo no es un valor absoluto sino que está en función, depende, de nuestro destino final junto al Creador y Padre. Otras  veces, como es el caso de guerras e injusticias, el  dolor está causado por los hombres, que se apartan de la senda del bien y  del amor que Dios nos marca, y  hacen mal uso de la libertad que Dios nos concede y de la cual nos pedirá cuentas.
Por otro lado, el Libro de Job  deja incompleto el asunto del sufrimiento, pues solo en Jesús, nuestro modelo, podemos hallar la respuesta plena: Cristo se sometió a la voluntad del Padre por amor, aceptando la pasión y cruz,  y cumplió la misión que el Padre le había encomendado, salvarnos. A imitación de Jesús, nosotros por amor a Él, aceptamos nuestra cruz y, al aceptar la prueba del sufrimiento, robustecemos nuestra confianza en Jesús, nuestra fe, y nos asemejamos y unimos más a El para acompañarle en el destino para el cual nos ha creado, el cielo . Así que podemos dar sentido y transformar nuestro sufrimiento en una muestra de amor y confianza en Jesús, como oración poderosa de nuestra alma y sentidos que nos une más a El. De la unión con Jesús, con el Amor, se desprende un mayor desapego a este mundo, una mayor negación de nuestro egoísmo, y una mejor disposición a entregarnos a los demás como El se entregó por nosotros; en definitiva, vivimos más en el amor, que es nuestra esencia; así vivimos de forma más auténtica con los ojos puestos en nuestro destino final, definitivo y eterno, sin preocuparnos tanto de nosotros mismos y de lo que nos causa el sufrimiento, la falta de afecto, dinero, salud y vida. Vivir en el amor es vivir en esa “verdad que nos hace libres”; cambiamos la irreal visión que tenemos de este mundo, breve y pasajero, y vivimos de forma más auténtica, como espíritus que esencialmente somos destinados a una vida superior; apartamos la vista de nuestro ombligo, de nuestras vergüenzas y de la tierra donde se pudren los muertos y miramos hacia el cielo, admirando la obra de un creador que nos anima a llegar a Él practicando la justicia y haciendo el bien a nuestros hermanos; a través del amor.
Pero no solo el ejemplo de Jesús, sino también su Palabra, nos ilumina el señorío de Dios sobre todo: Las querencias y afectos mundanos, por nobles que sean, no pueden desbancar a Dios del primer puesto en nuestro corazón, porque El es “el UNICO SEÑOR”, y por eso nos dice Jesús, “el que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí , no es digno de mí “ (Mt. 10,37); y en otro lugar, “cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo” (Lc. 14, 13), porque  “todo reino dividido internamente no puede subsistir; una familia dividida no puede subsistir”( Mc. 3,23); y eso se produce cuando “los cuidados de este mundo y la seducción de la riqueza ahogan la Palabra de Dios y la dejan sin fruto”  (Mt. 13,22), por lo cual añade Jesús , “no podéis servir a Dios y al dinero” (Mt. 6,24). Por ello Jesús nos invita a ponernos incondicionalmente a su lado, negándonos a nosotros mismos y cogiendo nuestra cruz de cada día, porque si queremos vivir a nuestro antojo, prescindiendo de Él, no podremos encontrar la vida, la felicidad; “el que quiera salvar su vida, la perderá y el que la pierda por mí, la ganará” (Mt. 16,24).En definitiva, el Señor nos invita a elegir la felicidad y la libertad a su lado, frente a la esclavitud del dinero y las pasiones; a desatarnos del mundo para vivir mejor en el mundo, confiando en El y no en nuestras fuerzas y dinero. Si buscamos el paraíso aquí, donde no está, dejándonos llevar de nuestras apetencias y concupiscencia, solo encontraremos frustración y angustia
Después de decirnos que “el Señor, nuestro Dios, es el único Señor”, el Shemá añade, “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con  toda tu alma, con todas tus fuerzas”.  Jesús acepta de forma plena tanto el primer precepto como el segundo, según recogen los tres evangelistas sinópticos, si bien liga a este último ,y de forma inseparable o consustancial, otro precepto : “Amarás al prójimo como a ti mismo” (Mt. 22, 39). Jesús quiere nuestro corazón para sí, pero  no para quedárselo sino para compartirlo con todos sus hermanos porque el plan de Dios es que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1ª Tm. 2,4) ; su plan es llevarnos a todos junto a Él, por lo que no tiene sentido que pretendamos llegar a Él de forma individual o en grupito al margen de todos los demás, al margen  de todo el pueblo de Dios, como nos dice el Papa Francisco al comentar ese pasaje del Evangelio donde se dice que “no se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos” (Mt. 5,15). Y es que la fe, el amor a Dios , no puede darse sin la caridad, el amor al prójimo; éste es la prueba de aquél; y , así, nos dice Santiago en su epístola (2,17) “la fe sin obras es una fe muerta”; y lo mismo Pablo en 1ª Cor. 13,2, cuando nos dice que aún “teniendo…tanta fe que traslade montes, si no tengo caridad, no soy nada”. Es tan sencillo como que, si queremos unirnos a Dios, al amor, debemos asemejarnos a Él, seguirle como modelo, porque, dice, “yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas , sino que tendrá luz de vida” (Jn. 8,12); y Ël  nos ha amado dando  la vida por todos. Por eso en otro pasaje evangélico, Jesús amplia el Shemá diciendo, “un nuevo precepto os doy :  que os améis los unos a los otros como yo os he amado” ( Jn. 13,34 ). Jesús se pone como ejemplo y medida del amor que nos salva; no hay otra vía que nos lleve a la Vida que no pase por el prójimo; por lo que Juan afirma “si alguno dijere, amo a Dios, pero aborrece a su hermano, miente” (1ªJn. 4, 20). Asemejarnos a Dios nos lleva a amar al prójimo. Por otro lado, amar al prójimo nos conduce a Dios, porque vivimos según nuestra esencia, ya que estamos hechos a su “imagen y semejanza,” y descubrimos que esa forma de vivir es la auténtica, la que nos proporciona paz y alegría por  cuanto nos ajustamos a nuestro modelo, Dios, que “es amor”. Ya lo había anunciado Isaías, “cuando abrieres tus entrañas para el hambriento, y consolares el alma angustiada, nacerá para ti la luz en las tinieblas y tus tinieblas se convertirán en claridad de mediodía. Y el Señor constantemente satisfará tus deseos en los desiertos y reforzará tus huesos”.
La conversión es una convicción profunda que echa raíces en el corazón. Solo así podremos practicar una caridad sincera y auténtica porque “el hombre bueno del buen tesoro de su corazón saca cosas buenas…de la abundancia del corazón habla la boca” (Lc. 6,45). De lo contrario seremos, como dice Jesús, “…un pueblo que me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí” (Mt. 15, 7);ya sabemos que “del corazón del hombre provienen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios , las blasfemias” (Mt. 15, 18 y 19) y  por eso “no todo el que dice, Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre” (Mt. 7,21). No debemos ser como los fariseos que se creen buenos, mejores que los demás por ser estrictos cumplidores de la ley, pero su corazón está vacío de amor; Jesús les llama “sepulcros blanqueados” y “raza de víboras”.  Jesús quiere nuestra conversión plena, nuestra entrega sin reservas al Amor desde nuestro corazón. Para llegar al corazón tendremos que descubrir el amor de Dios y considerarlo nuestro bien más preciado, porque “donde está tu tesoro, allí estará tu corazón”(Mt. 6,21)
El camino para entregarnos a Dios desde el corazón, es un camino personal en el que Dios irá poniendo las circunstancias, acontecimientos, y presentándonos su llamada. En cualquier caso, nuestra conversión dependerá de que descubramos profundamente y sin reservas, el amor que Dios nos tiene según su plan de hacernos partícipes de su vida inmortal. En función de ese amor, Dios ha creado un mundo maravilloso y nos lo ha entregado para nuestra habitación y disfrute;  en él vemos reflejado su sabiduría y poder; luego se nos ha manifestado, y sigue haciéndolo , a lo largo de la historia, colectiva y personal, con hechos y palabras, indicándonos el camino que hemos de seguir para ser felices y encontrar la vida eterna. Esta actuación en nuestra vida ha alcanzado su cénit con la venida al mundo del mismo Dios, nada menos, en la persona de Jesús, a quién el Padre le asignó la misión de entregar su vida en redención de nuestros pecados, sufriendo una muerte cruel, de insultos, salivazos, golpes, azotes y  cruz; muriendo por aquellos que le habíamos despreciado. Con ello, Jesús nos abrió las puertas del cielo y nos regaló la posibilidad de que “todo el que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna”(Jn. 3,16), otorgándonos la impensable y extraordinaria dignidad de hijos de Dios, “a cuantos le recibieron les dio poder de venir a ser hijos de Dios” (Jn.1, 12 ) y si  “somos hijos de Dios,…también herederos de Dios, coherederos con Cristo, supuesto que padezcamos con Él, para ser con Él glorificados” (Rm.8, 17 ). Esto le hace decir a Juan, “ved que amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios, y lo seamos” (1ª Jn. 3,1 ).
Y todo, nuestra condición inigualable de hijos de Dios, nuestro incomparable y extraordinario destino, nos ha sido dado por Dios de forma gratuita, como regalo que no exige la contraprestación de nuestras obras, o nuestro cumplimiento, sino solamente nuestra fe auténtica, de corazón y no de”boquilla, que se manifiesta y aflora en las obras, según hemos visto. Así nos dice Juan (3,17), “Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él . El que cree en Él no es juzgado ; el que no cree, ya está juzgado”. Lo único que cuenta “es una fe activa en la práctica del amor” (GA.5,6), “Porque toda ley se concentra en este precepto, amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Ga. 5,14). No vamos a ser juzgados por el cumplimiento o no de la ley, sino por nuestra fe real. En sus epístolas Pablo desarrolla este mensaje evangélico nuclear: “Pues de gracia habéis sido salvados por la fe, y esto no os viene de vosotros, es regalo de Dios; no viene de las obras para que nadie se gloríe” (Ef. 2, 8 y 9); “pues si por la ley se obtiene la justicia, en vano murió Cristo” (Ga.2,21). Pero no, nuestra justificación está en Cristo y nosotros solo tenemos que hacer una cosa, escondernos en Él. Por eso S.Bernardo  abad (Breviario tomo III, pag. 99 y ss) nos dice, “mi único mérito es la misericordia del Señor. No seré pobre en méritos mientras él no lo sea en misericordia”; antes ha dicho, “Si cometo un gran pecado, no perderé la paz porque Él <fue traspasado por nuestras rebeliones>.¿ Qué hay tan mortífero que no haya sido destruido por la muerte de Cristo? “. El salmo 129 en esta línea nos sigue animando, “ Señor, quién podrá resistir si tienes en cuenta nuestras culpas. Más el perdón se halla junto a ti…mi alma aguarda al Señor mas que los centinelas la aurora…Porque con El Señor está el amor, junto a Él la abundancia de rescate”.
Si elegimos a Cristo frente al mundo, al amor frente al egoísmo y el dinero, al espíritu frente a la carne, a la verdad frente a la mentira, estaremos eligiendo la libertad y la vida frente a la esclavitud de los ídolos y la muerte ; y seremos unas criaturas nuevas: “No hay ya condenación alguna para los son de Cristo Jesús, porque la ley del espíritu de vida en Cristo, me libró de la ley de la carne y de la muerte...” (Rm. 8,1-2); “ Vuestra vocación  es la libertad, no para que se aproveche la carne”, sino para ser “esclavos unos de otros por amor” (Rm.5,13 ). Esa criaturas nuevas, revestidas del amor de Cristo y a Cristo,  están “Ahora desligados de la ley …muertos a lo que les sujetaba, de manera que sirven en espíritu nuevo, no en la letra vieja”(Rm. 7,6). Y no es que la ley no sirva, sino que está superada; así no dijo Jesús, “no he venido a abolir la ley y los profetas, sino a darles plenitud” (Mt. 5,17). Ahora la ley del amor engloba y supera a la ley; nuestra actuación no va encaminada a cumplir una ley que nos viene impuesta desde fuera, sino a realizar una voluntad que nos nace del corazón y que solo tiene como pauta el amor, el perdón y la misericordia, de nuestro modelo, Jesús; por eso Pablo afirmaba, “ya no vivo yo, es Cristo quién vive en mí…vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí”.(Ga.2,20)
Decidirnos por Dios y por la vida, en la línea antes comentada, es una elección que cuenta con muchos precedentes que iluminan el acierto de esta decisión . Estos precedentes no se dan solo en el seno del cristianismo, pues la impronta de Dios y su llamada están presentes en el orden y belleza del universo y , de forma especial, en nuestra alma: En las religiones orientales, el ascetismo de los lamas y santones son un ejemplo de desapego a las pasiones y al materialismo como camino hacia la verdad y la felicidad. Ya Sócrates, hace 2500 años, consagró su vida a encontrar la sabiduría dejando a un lado las cosas materiales con reiteradas protestas de su mujer; su muerte fue un ejemplo de aceptación de la injusticia (fue ajusticiado sin motivo) apoyándose en su verdad interior; cuentan que no perdió la paz en los días y momentos previos a su muerte, dedicándose a consolar a sus llorosos discípulos.  Martín Luther King decía que si supiese que iba a morir mañana, no por ello dejaría de plantar un árbol hoy; una actitud que encaja perfectamente con la postura socrática pero con la plenitud del amor cristiano. Los vikingos entraban en combate con total temeridad e insensatez; creían a pies juntillas que su vida estaba únicamente en manos del designio divino. Los hombres y mujeres consagrados, que entregan su vida al servicio de Dios y los demás, tanto en el cristianismo como , salvando distancias, en otras religiones y momentos históricos, son otros innumerables testimonios de  confianza en Dios y generosidad y entrega. Llama la atención la vida de tantos santos y mártires que han hecho el camino hacia Dios con total confianza y desprendimiento de todo, empezando por su vida.
Existe una carta de Albert Einstein a su hija , que me llega providencialmente, y que no puedo dejar de extractar y reflejar aquí por cuanto supone un testimonio excepcional a favor del mensaje de Jesús que he tratado de recoger, como he podido, en este capítulo: “---Hay una fuerza extremadamente poderosa para la que la ciencia no ha encontrado una explicación. Es una fuerza que incluye y gobierna a todas las otras, y que incluso está detrás de cualquier fenómeno que opera en el universo y que aún no haya sido identificado por nosotros. Esta fuerza universal es EL AMOR. El Amor es luz, dado que ilumina a quién lo da y lo recibe. El Amor es gravedad porque hace que unas personas se sientan atraídas por otras. El Amor es potencia, porque multiplica lo mejor que tenemos , y permite que la humanidad no se extinga en su ciego egoísmo. El Amor revela y desvela. Por amor se vive y se muere. El Amor es Dios, y Dios es Amor. Esta fuerza lo explica todo y da sentido en mayúsculas a la vida. Esta es la variable que hemos olvidado durante demasiado tiempo, tal vez porque el amor nos da miedo, ya que es la única energía del universo que el ser humano no ha aprendido a manejar a su antojo… Tras el fracaso de la humanidad en el uso y control de las otras fuerzas del universo que se han vuelto contra nosotros, es urgente que nos alimentemos de otra clase de energía. Si queremos que nuestra especie sobreviva, si nos proponemos encontrar un sentido a la vida, si queremos salvar el mundo, y cada ser siente que en él habita, el amor es la única y última respuesta. Quizás aún no estemos preparados para fabricar una bomba de amor, un artefacto lo bastante potente para destruir todo el odio, el egoísmo y la avaricia que asolan el planeta. Sin embargo ,cada individuo lleva en su interior un pequeño pero poderoso generador de amor cuya energía espera ser liberada. Cuando aprendamos a dar y recibir esta energía universal, querida Lieserl, comprobaremos que el amor todo lo vence, todo lo trasciende y todo lo puede, porque el amor es la quintaesencia de la vida.
Lamento profundamente no haberte sabido expresar lo que alberga mi corazón, que ha latido silenciosamente por ti toda mi vida.
Tal vez sea demasiado tarde para pedir perdón, pero como el tiempo es relativo, necesito decirte que te quiero y que gracias a ti he llegado a la última respuesta.
Ama a quién te ama, valora a esa persona que está junto a ti, incluso en los momentos en que ni tu mismo te soportas… cuida, escucha, atiende. Y sobre todo ama. Hasta que tus fuerzas se agoten; y si te agotas, descansa y   vuelve a amar. Renueva los sentimientos y no desmayes.. Se feliz y haz feliz. Tu padre Albert Einstein."
La conversión es la elección de un camino, pero luego hay que recorrerlo. La Iglesia, cuerpo místico de Cristo, está para ayudarnos. A todos; porque “Ya no hay distinción entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres porque todos sois uno en Cristo Jesús” (Ga. 3,28). Y no olvidemos algo que ya he dicho con anterioridad con abundantes citas evangélicas, en el corazón de Jesús, de su Iglesia, ocupan un lugar especialísimo los pobres y los pecadores, ¡menos mal!. Jesús no permite que nos desanimemos.

martes, 15 de noviembre de 2016

LA LUZ DEL MUNDO (XXIII): La Iglesia de hoy (1ª parte)


Cuando me despierto por la mañana todo está oscuro; las preocupaciones y angustias me invaden, mi debilidad me frena. Tengo necesidad de dar luz  y fuerza a mi vida y solo en Jesús encuentro esa luz que da sentido a mi vida y las fuerzas necesarias para afrontar mis ridículas cuitas. El mundo, preñado de egoísmo, materialismo y hedonismo, solo alumbra guerras e injusticias y no me da ninguna respuesta ni esperanza ni en el día a día ni frente a la muerte. La justicia, la paz y la armonía solo vienen de la mano de la Palabra de Dios, creador de todo, principio y fín de todas las cosas. Esa Palabra me revela quién es Dios, quién soy yo, y cual es mi destino extraordinario e impensable junto a Él; ella da sentido a mi vida y a mi cruz, disipa mis tinieblas. Esa Palabra me dice que Dios es mi padre, que me corrige y prueba pero que nunca me abandona. También me dice que ese Dios ha bajado a la Tierra en la persona de su Hijo, Jesús, mi maestro y hermano, que me espera en el cielo y me acompaña y guía ahora con su Espíritu Santo. Así mismo me revela que todo es fruto del amor de Dios, manifestado de mil maneras a través de la historia y de mi historia personal; un amor sin límites, que ha llevado a su Hijo a una muerte de cruz para pagar por nuestras culpas, por mis culpas; ha pagado mis deudas y puedo presentarme, junto a Él, al Padre. Por si fuera poco, también me ha dado una madre, María, que intercede y vela por mí en el cielo y que nos visita, de vez en cuando, en muchos lugares, para alentarnos y darnos un empujón en nuestro camino hacia su Hijo.

Por tanto cuento con una familia extraordinaria que me espera en el cielo pero que no se olvida de mí ahora, en la Tierra, arropándome y guiando mis pasos a través del Espíritu Santo de Dios que reside en su Iglesia, en cuyo seno derrama su gracia y sus dones a la comunidad de creyentes. Esa Iglesia, con todo lo que ella contiene y supone, es la realidad tangible que me liga al mundo de lo intangible e invisible; es lo que explica que los cristianos podamos vivir en este mundo con los ojos puestos en el mas allá sin sentirnos  o ser tachados de esquizofrénicos.

A lo largo de la historia, todas las civilizaciones, desde oriente a occidente, han recogido la realidad espiritual y religiosa del ser humano. En la iglesia de Cristo es donde esa realidad espiritual, desde muchos puntos de vista, se asienta de forma incomparable y como en ninguna otra religión o práctica religiosa. La razón es sencilla; nada puede ofrecer una manifestación y actuación divinas con el contenido, claridad, contundencia y continuidad que ella ofrece : Primero, la Iglesia recoge en la Biblia el mensaje de Dios que nos explica lo que somos y a donde vamos; el amor de Dios como causa de todo; la caridad como única ley que puede hacer un mundo mas justo y en paz; mensaje de Dios que culmina y alcanza su plenitud de desarrollo con la venida de Cristo Jesús. En segundo lugar, ninguna otra religión puede ofrecer la multitud de hechos extraordinarios y milagros que se han realizado y se siguen produciendo en el seno de la Iglesia. También, en el ámbito individual, somos muchos los que tenemos una experiencia de la actuación divina en nuestras vidas. Resultado de ese amor continuado del Padre, manifestado a través de la Iglesia, es la enorme labor que ésta ha desarrollado y sigue desempeñando  en bien de la humanidad por medio de cantidad de institutos y organizaciones. Manifestación y fruto del amor divino es la multitud de mártires y santos que han entregado su vida a Cristo y al prójimo y que constituyen un testimonio muy sólido de la verdad que habita en la Iglesia.

La Iglesia comienza su andadura con Jesús: Él elige a los apóstoles y a Pedro como cabeza del colegio apostólico.; les asigna una misión,- “Id al mundo entero a predicar el evangelio”- , la misión de divulgar la buena noticia de salvación y esperanza para todos los hombres; en el trance de su muerte, Jesús nos deja a su madre como madre nuestra y de su Iglesia. Tras su ascensión a los cielos, la Iglesia queda definitivamente constituida cuando en Pentecostés recibe el Espíritu Santo que le dá la fuerza y la luz necesarias para desempeñar su misión de continuar anunciando a todos la salvación y la esperanza.

Cristo, nuestro salvador y guía, sigue presente en la Iglesia, en nuestras vidas, a través de su Palabra, su Espíritu y su cuerpo y sangre eucarísticos. No habría sido del todo justo que Jesús nos privara a las generaciones futuras de su presencia y asistencia; Jesús sigue vivo y cercano a nosotros en su Iglesia. La Iglesia tiene su “piedra angular” en Jesús; recibe de su Palabra la luz y de su Espíritu la fuerza. La Palabra de Jesús nos permite conocerle a Él que es nuestro modelo, “camino, verdad y vida”. Su Espíritu ilumina su Palabra, su voluntad, y nos da la energía que necesitamos para seguirla, despegándonos de nuestro egoísmo.

Todos los problemas que la Iglesia tiene en la actualidad tienen su origen precisamente ahí, en esos fundamentos que acabo de mencionar y que, en mayor o menor medida, se han ido desdibujando a lo largo de los tiempos : Un modelo, Jesús, que ha perdido nitidez cuando no se ha oscurecido totalmente; un Espíritu Santo del que nos hemos descolgado un tanto o bastante. Todo ello se ha producido como consecuencia de la excesiva contaminación mundana que se da en el seno de la Iglesia a todos los niveles. Por ello, intentaré analizar esos fundamentos y así poder conocer en qué y cómo nos hemos apartado de ellos.

En cuanto a nuestro modelo de vida, Jesús, trato de fijar los rasgos esenciales de ese modelo como cuestión previa que me permita ver en qué medida nos hemos desviado : En primer lugar, lo más llamativo, extraordinario y trascendente es que Jesús es Dios; nada menos que nuestro Creador hecho hombre con la misión de llevarnos junto a él, no a la fuerza sino atrayéndonos con su amor demostrado en su palabra, vida y muerte. Esa misión salvífica es tan importante y esencial que la traspasa a su Iglesia, a todos nosotros, ordenándonos que proclamemos el evangelio a todas las naciones.  Su misión y su amor no tienen mas límite que nuestro rechazo a creer en Él. Nuestras culpas y errores no son obstáculo  ya que él no se cansa de decirnos que “el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido”,  “que hay más alegría en el cielo por un solo pecador arrepentido que por 99 justos que no necesitan arrepentirse”. Misericordia y perdón son pues rasgos esenciales de la figura de Jesús junto a su misión evangelizadora.

En segundo lugar llama la atención  que ese Dios infinitamente superior a nosotros, todopoderoso, viniese a la Tierra como un hombre pobre, nacido en un pesebre en el seno de una familia humilde; que llamó junto a Él, antes que a nadie, a unos pastores y que, ya de mayor, dijese que “no tenía donde reclinar la cabeza”; vivía de la caridad.

En tercer lugar destaca en Él su actitud humilde y de servicio, –“aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” , porque “el Hijo del hombre no ha venido a que le sirvan sino a servir y dar la vida por muchos”- ; no hace ninguna ostentación de su superioridad y autoridad; se impone por el amor y su sabiduría; aspira a convencer y no a vencer porque Él ha creado hombres libres para que le acompañen en el cielo no como borregos.

En cuarto lugar hay que resaltar su obediencia al Padre por encima de todo y todos. Hasta el amor que siente por sus padres, José y María, queda relegado a la voluntad de su Padre celestial; “no sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre”, les dice a sus padres terrenales que , angustiados le encuentran en el Templo y le reprenden que se les haya escabullido. En su pasión eleva una oración al Padre : “si es posible que pase de mí este cáliz; más no se haga mi voluntad sino la tuya”

En quinto lugar, su corazón estaba con los pobres y necesitados con los que se identifica a la hora de juzgarnos, tras nuestra muerte: “cuanto hicisteis por uno de esos pequeñuelos, conmigo lo hicisteis”.  Leemos en la Escritura “pasó por la vida haciendo el bien” curando a enfermos y lisiados.

En sexto lugar, sobresale en su personalidad su iniciativa y dinamismo para hacer el bien y llevar a cabo su misión salvadora: Él elige a los apóstoles, anda de aquí para allá predicando en descampado, en las calles, en las sinagogas; ve el dolor de la viuda de Naím que acaba de perder a su hijo, y se lo resucita; hace bajar a Zaqueo de la higuera, sin conocerle, y le pide que le invite a comer a su casa; no le duelen prendas a la hora de comer con publicanos y pecadores con tal de  cumplir su misión.

En séptimo lugar, no podemos olvidar que Jesús es un hombre de constante e intensa oración, en permanente contacto con el Padre cuya voluntad es el eje de su existencia terrena. Se retira al monte a orar, pasa muchas noches en oración.

Finalmente quiero recalcar algo que ya he apuntado : Jesús es un hermano cercano . Nos dijo, “yo estaré con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos”, y así ha sido; Él está en su Iglesia; Él está en los corazones de aquellos que creen en El pues, dice, “vendremos a él y haremos morada en él”;  Él está presente en su palabra de forma inmaterial y en la Eucaristía de forma material. Él está presente en los pobres.

Una somera reflexión sobre la figura de Cristo hace aflorar varias ideas sobre la situación de mi Iglesia próxima, individuos e institución :

Antes que nada, para mí que la figura de Jesús, como causa y destino de nuestra existencia, no está asumida de forma plena por muchos de nosotros; de ahí que Jesús no sea el centro de nuestra vida y tengamos una vela encendida a Dios y otra al diablo; somos unos tibios que tranquilizamos nuestras conciencias con ciertas prácticas pero nuestro corazón lo tenemos puesto en el mundo, con sus pompas y vanidades, como si esto fuera nuestra morada definitiva; vamos, que pensamos poco en la muerte. La tibieza es un virus que mina poco a poco lo que nos queda de fe, y sin darnos cuenta vamos entrando en un relativismo moral que termina apartándonos de la práctica religiosa y de la Iglesia, construyendo una religión, a nuestro antojo y medida, que pervierte los valores y va dejando cada vez más espacio a la soberbia y el egoísmo con todo lo que esto acarrea ( codicia, envidia e ira en primer lugar, seguidos de pereza, lujuria y gula) con la triste consecuencia de un notable deterioro familiar; o bien, otro fruto de la tibieza puede ser el fariseísmo en que incurrimos al no considerar que el cielo se nos da de forma gratuita, por amor, y nos preocupamos de cumplir y no de amar, vamos a misa pero despreciamos al vecino y somos injustos con nuestros empleados. No acaba de calar en nosotros la idea del amor gratuito de Jesús hacia nosotros, de su misericordia y perdón; en definitiva no conocemos a Jesús  y en consecuencia no nos sentimos amados por Él  y tampoco amamos. Jesús ya nos lo advierte de forma clara, “ ningún siervo puede servir a dos señores…no podemos servir a Dios y al dinero”. Y a la hora de elegir a quién servimos, Él también es muy claro, “allá donde está tu corazón, está tu tesoro”. ¿Dónde tenemos el corazón?.

No es de extrañar que si el mensaje de Jesús de amor y salvación no está arraigado en nosotros de forma nítida, nuestro espíritu misionero y acción de evangelización brillen por su ausencia o deficiencia en el mejor de los casos; hemos dejado de ser “sal de la Tierra” y nos hemos convertido en sal que se ha vuelto sosa y que no sirve mas que para  “ser arrojada y pisoteada”.

Sin descartar la responsabilidad individual de muchos de nosotros en la situación de la Iglesia de hoy,  tampoco se puede omitir la cuota de responsabilidad que en esto le corresponde a la jerarquía eclesial; a lo largo de muchos años, y en muchos aspectos y ocasiones, esta jerarquía no ha sabido transmitir el mensaje evangélico con autenticidad y ha difundido una religión moralista e individualista que ha hecho más hincapié en cumplir una serie de preceptos y no pecar que en amar y confiar en el amor infinito de Jesús. Huyendo de los errores de Lutero han cometido el error de negar la parte de verdad (insisto, solo parte) que encerraba la postura luterana.

Otro rasgo de Jesús, que no siempre se reconoce en la Iglesia, es su condición de hombre pobre. Como un mero apunte diré que tal condición no se corresponde muy bien con las formas que han acompañado y acompañan a muchos jerarcas ni tampoco con los palacios arzobispales que habitan.  Tampoco la humildad de Jesús parece ser la pauta que imitan algunos sacerdotes y catequistas, autoritarios y prepotentes, que olvidan su papel de instrumentos de Jesús al servicio de los demás y, creyéndose lo que no son, adoptan actitudes impropias de quienes son meros mensajeros y servidores.

El dinamismo y la valentía de Jesús no se ven reflejados en muchos cristianos, acomplejados y acobardados, que muchas veces esconden la cabeza ante un ambiente hostil, como avergonzados de su condición. La falta de una fe profunda, ya lo apuntaba antes, determinan una práctica de la fe pasiva y timorata; el cristiano se encierra en sí mismo y  las parroquias se convierten en centros exclusivos para unos cuantos cristianos que, con actitud individualista e independiente, acuden a recibir ciertos servicios religiosos. Ni que decir tiene que la labor misionera y evangelizadora de la Iglesia ha perdido fuelle y que urge recristianizar sociedades que tradicionalmente eran cristianas. El Papa Francisco no deja de alentar una Iglesia “en salida y de acogida” que busque a los hijos de Dios allá donde estén, sin excluir a nadie.

Por último,  el Jesús en oración no es un modelo que muchos sigamos. Nuestro desconocimiento de Jesús, nuestros afanes y planes mundanos, acarrean casi necesariamente nuestra falta de oración; y si no tratamos a Jesús en la oración y en la Eucaristía, mal podemos sentirlo cercano y apoyarnos en Él en nuestra vida cotidiana. Entonces buscamos nuestra seguridad en el dinero y con ello tenemos servida la angustia, la envidia y la confusión entre otros muchos males.

Junto a la pérdida del modelo que seguimos, mencionaba antes otra causa del deterioro de la Iglesia de nuestros días : El debilitamiento del vínculo que la une con el Espíritu Santo. Este vínculo, que fecunda y vigoriza la Iglesia, pierde fuerza cuando en ésta se difumina su esencia de comunidad de creyentes unidos a la cabeza, Cristo, centro de la vida de la comunidad y sus integrantes. En el plano individual , muchos católicos acudimos a la parroquia y a los sacramentos con una actitud individualista prescindiendo de su aspecto comunitario, es decir, sin sentirnos parte de una comunidad. Esto es especialmente grave en el caso de la Eucaristía, sacramento de unión con Cristo y con los hermanos; sacramento que hace y consolida la Iglesia tal y como ocurría en los primeros tiempos en los que la Eucaristía dominical constituía el eje de su vida, una vida  en comunión, en común unión, entre todos ellos. La Iglesia de hoy en España ha perdido mucho de aquel hermanamiento en torno al día del Señor y su Eucaristía; para muchos la Eucaristía dominical es un servicio religioso que recibimos a la hora que más nos conviene, que acoplamos en nuestros planes de ocio o diversión con un carácter secundario; un trámite que hay que cumplir en  pago a un hilo de fe que nos queda; casi un hábito que se apoya en una necesidad sicológica,  no en una convicción, que nace del íntimo sentimiento de que existe un más allá y un Ser superior. La falta de una fe profunda y el debilitamiento del sentido comunitario de ésta lleva a perder la conexión de muchos con la parroquia, Iglesia local, y, al final, a no acudir a la misa dominical; pasan a engrosar el número cada vez mayor de los católicos no practicantes.

Pero no solo se da una desconexión del cristiano de la comunidad parroquial; también existe otra que se produce entre la parroquia y algunos movimientos que nacen en el seno de la Iglesia y se nutren de ella, pero que no hacen todo lo que deberían para robustecer la unidad de la Iglesia, de la comunidad parroquial; se preocupan de la formación de sus seguidores y no mucho de los hermanos que no pertenecen a su grupo o movimiento; realizan puntualmente determinados servicios a la parroquia pero no se abren a la vida comunitaria todo lo que sería de desear, celosos de su identidad de grupo y de sus celebraciones particulares; son como pequeñas Iglesias privadas más o menos aisladas del resto; de hecho, muchos integrantes de esos movimientos se consideran, y lo dicen, mejores y más auténticos católicos que los demás; esto resulta paradójico cuando la esencia del cristianismo, de la Iglesia, es la unidad en Cristo y el servicio.  En Cristo, uno con su comunidad eclesial, nacen las otras notas esenciales de la Iglesia, la santidad, la catolicidad o universalidad y la apostolicidad.

En mi próximo escrito, si Dios lo permite, intentaré desarrollar algunos de los puntos que he mencionado en este capítulo y que merecen un mayor desarrollo.

sábado, 4 de junio de 2016

LA LUZ DEL MUNDO (XXII): ¿Dónde está la vida?

Ampliando la última cuestión tratada, la muerte, me planteo esta pregunta tratando de profundizar en el asunto. Mi osadía y dudas encuentran una respuesta: “Te doy gracias Padre…porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla” (Mt. 11, 25). Me planteo varios aspectos como premisas: 
Primera: El ser humano necesita unas mínimas condiciones materiales de vida. Sin casa, comida, vestido, salud y compañía, no se puede hablar de una forma de vivir mínimamente aceptable. Las situaciones de necesidad del llamado tercer mundo, de las que el primer mundo  es responsable en mayor o menor medida, son elocuentes en sí mismas.
Segunda: Tampoco parece que pueda darse una vida plena en situaciones en las que, si bien existe una satisfacción  de las necesidades primarias, la parte esencial del hombre, la espiritual, no está debidamente atendida. En este aspecto, el hombre necesita algo esencial y básico, la libertad; una libertad que exige la democracia y el respeto los derechos humanos, tantas veces atacados desde posturas de autoritarismo e imposición, la mentira y la amenaza. Pero existe también un origen personal e individual en algunas cortapisas a esa libertad, como son el miedo y el autoengaño.
Tercera: Si bien la libertad está en la base de la dignidad de la persona, no lo es todo. La libertad no es una meta en sí misma, sino que es el medio para llegar a la verdad, a una situación de plenitud y auténtica satisfacción; y esto no se alcanza sino es en el seno del amor auténtico, no el que nos viene disfrazado de tal y que, en el fondo, busca la propia satisfacción. El amor supone la plenitud de la dignidad humana que, por tanto madura y progresa en la medida que lo hace en el amor. No es casualidad que en los países de mayor bienestar socio-económico-político, como son los países nórdicos europeos, el número de suicidios es de los más altos. En estos países quizá sobra materialismo y soledad, y falta el auténtico amor que da sentido a la vida y encierra en sí mismo la vida, como luego veremos.
Cuarta: Una última premisa a tener en cuenta: La vida tiene una circunstancia esencial que la acompaña, que es su caducidad, la muerte. Esta circunstancia oscurece mucho la existencia humana, salvo que haya una respuesta y una sólida esperanza de vida mas allá de la muerte física.
En relación a estas premisas, me viene a la cabeza una conversación que tuve con un hijo mío. Él me hablaba de los logros que se están consiguiendo en los estudios e investigación sobre inteligencia artificial, unos robots que aprenden, razonan y deciden como los humanos; me hablaba, como ingeniero orgulloso de la ciencia, de todos estos avances y de la posibilidad  de que estos engendros sustituyan al hombre en muchos trabajos. Como subyacía en sus afirmaciones una idea de equiparación del robot al hombre, de una emulación de las facultades creadoras humanas con las divinas, me salió del alma responderle con prontitud que ningún robot podría nunca sentir ni dar amor, ni tampoco dar una respuesta al hecho de la muerte física; aunque hay gente que se empeña en creer  que el ser humano puede emular a Dios y vencer a la muerte, como es el caso de una señora que apareció en la televisión contando que tenía a su difunta hija congelada en unos depósitos frigoríficos, que hay en California, donde los cadáveres se almacenan allí a la espera de que la ciencia descubra como devolverles la vida. Y es que, una cosa es desarrollar nuestro intelecto y colaborar en la tarea creadora de Dios, utilizando la capacidad que Él nos ha dado, y otra cosa muy distinta es tratar de sustituir a ese ser invisible, inabarcable y todopoderoso.
En conclusión, la respuesta a la pregunta de dónde está la vida, una existencia humana plena, tendrá que dar satisfacción, por un lado, a las necesidades materiales básicas de la persona, y por otro, a sus necesidades espirituales de libertad, desarrollo intelectual y amor, sin olvidar que nunca podrá considerarse que tenemos una vida plena si ésta puede acabar en cualquier momento.
Hay dos ideologías madre que tratan de dar respuesta a la cuestión que me planteo:  
1) Por un lado el capitalismo, que si bien parte del respeto a la libertad de la persona y la libre competencia, de hecho convierte al ser humano en un esclavo del consumismo y del máximo beneficio empresarial, con los ojos puestos solamente en el bienestar material, la diversión y el placer; en el dinero, en suma. Esta situación lleva aparejadas toda una serie de esclavitudes: Esclavitud laboral de trabajadores con salarios míseros y horarios excesivos, que aparece con toda crudeza en la explotación de niños del tercer mundo; un ámbito éste que ha sufrido el expolio de sus recursos naturales y sufre la explotación sexual de sus mujeres, aparte de otros abusos que cometen las multinacionales. No parece que este sistema haya erradicado, en la mayoría de países, el paro, la pobreza y la miseria moral que acarrea el egoísmo materialista que lo impregna y que hace del individuo un ser insolidario, pendiente de sí mismo, que solo rinde culto al placer, el poder y el dinero.
2) Por otro lado está el marxismo que surge como reacción a la explotación de las clases bajas por parte de caciques y empresarios; promete el paraíso marxista frente a los abusos del capitalismo, pero jamás ha podido superar la fase de la dictadura del proletariado que convierte al ciudadano  en un auténtico esclavo de “Papá Estado”; un Estado que niega la libertad del individuo, privándole de su derecho a pensar, opinar y actuar de forma libre; en definitiva, privándole de toda participación en el diseño del presente y futuro de su persona, familia y sociedad. El que no acata el sistema es tachado de loco y puede ser aniquilado. El Estado marxista se ha convertido en muchos casos en una gran cárcel, con muros y fronteras cerradas, de la que el ciudadano no puede escapar.
Tanto los estados marxistas actuales como los ya desaparecidos, se caracterizan por haber conseguido superar la desigualdad social, igualando a todos en una situación de pobreza generalizada, de la cual, naturalmente, no participan los jerarcas.    
Las versiones mas modernas del marxismo se disfrazan de estatalismo solidario frente al capitalismo individualista e insolidario, pero siguen negando la libertad del individuo por mucho que, cínicamente, presuman de lo contrario: Establecen la línea de pensamiento único e indiscutible y , con este objetivo, quieren controlar todos los medios de comunicación y todos los centros de enseñanza. Las decisiones políticas, por muy asamblearias que quieran presentarlas, solo se toman por aquellos  que comparten el dogma marxista; la democracia y la libertad brillan por su ausencia. Hasta tal punto están poseídos de su verdad, que no dudan en mentir para imponerla.
Es verdad que el moderno neoliberalismo capitalista y el socialismo democrático, vigentes en muchos países, han dulcificado sus posiciones y vienen a confluir en el llamado Estado del bienestar, un estado que redistribuye la riqueza a través de unos impuestos que gravan más a los más ricos para atender a los servicios que disfrutan todos. Pero, en cualquier caso, no se ha superado un materialismo que en nada favorece el reconocimiento de la dignidad del hombre; menos aún del ser humano débil e improductivo como es la mujer, el anciano, el niño, el discapacitado o el forastero; un materialismo que deja al hombre como vacío y sin esperanza; una esperanza que solo puede encontrar en su dimensión espiritual y, dentro de ella, en Jesús.
Frente a estas ideologías que consideran al hombre poco más que un animal, con un horizonte de muerte, Jesús nos dice que el ser humano es muchísimo más, que su meta no es darle gusto al cuerpo, y que tiene un destino extraordinario e impensable, como extraordinario es ya el mero hecho de su existencia. Acorde con todo esto, la dignidad de la persona se concreta y proyecta en una serie de valores y derechos que nadie ni ningún Estado puede desconocer o atacar; al contrario deben ser protegidos y favorecidos. El ser humano es un ente anterior y superior al Estado, el cual debe estar al servicio del individuo sin imponerle más trabas que las que exijan el bien común. Dios creó al hombre y a la mujer, no al Estado.
Cualquier planteamiento que trate de encontrar la forma de tener una vida plena, debe partir del ser humano considerado en su individualidad ; pero no una individualidad aislada sino conectada al Creador que le da el ser, la vida; una vida que tiene un contenido y una misión nada egoísta, sino de entrega al servicio de los demás siguiendo la pauta y ejemplo de nuestro Creador, Jesús, que es quién mejor conoce nuestra naturaleza y destino.  Las soluciones para conseguir una sociedad mejor serán siempre insuficientes si, antes, el hombre no se regenera por dentro y adopta un comportamiento desde una convicción moral acertada: Desde una asimilación del mensaje de Jesús que nos explica nuestro origen, lo que somos y a donde vamos. Existen muchas religiones que caminan por esta senda y logran encontrar, en mayor o menor medida, la verdad que llevamos impresa en nuestro interior por el autor de la vida. Pero solo un conocimiento profundo de la Biblia y de Jesús nos permitirá distinguir la Verdad plena de las aproximaciones. “Yo soy el camino, la Verdad y la Vida”, nos dice Jesús (Jn. 14,6); Por eso intento, a continuación, encontrar en su mensaje, ese camino verdadero que nos lleva a la vida. Jesús dice de sí mismo, “yo soy la luz del mundo, el que me sigue no anda en tinieblas sino que tendrá la luz de la vida”( Jn. 8,12). Ojalá podamos ver en este mensaje, que  intento recoger, esa verdad que nos robustece y nos da vida y que le hizo decir a Pedro cuando el Señor le preguntaba si el también le dejaría como otros, “Señor, ¿a quién vamos a acudir?, tu tienes palabras de vida eterna y nosotros hemos creído  y sabemos que tú eres el Santo de Dios”(Jn.6,68 y ss).
¿Por qué estoy yo en este mundo?, ¿quién soy y a dónde voy? Las respuestas a esto iluminarán mi vida y me explicarán el porqué de los problemas que acucian a la sociedad actual.
Sea cual fuere el origen de nuestro ser animal, lo que está claro es que el espíritu que rige nuestro ser animal no ha nacido de las piedras y que tenemos una esencia y contenido que solo un ser infinitamente superior ha podido dárnoslo. Nos dice Pablo, “no hay más que un Dios Padre de quién todo procede y de quién somos nosotros, y un solo Señor Jesucristo, por quién son todas las cosas y nosotros también”(1ª Cor. 8;6). Ese Jesús es la Palabra mediante la cual el Dios invisible se nos ha hecho visible y se nos ha manifestado, ”quién me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn. 14, 7), “Yo y el Padre somos uno” (Jn. 10,30); es también la sabiduría de Dios en acción, creadora del mundo, “En el principio existía la Palabra, la Palabra estaba en Dios y la Palabra era Dios…Todas las cosas fueron hechas por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto ha sido hecho” (Jn. 1, 1 y ss.). Y el autor de la vida ha dejado su impronta en todo y en todos “para que busquen a Dios y siquiera a tientas le hallen, que no está lejos de nosotros, porque en Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hchos. 17,27 y 28)
¿Y por qué nos ha creado? Porque  ha querido. En su sabiduría ha considerado conveniente o necesario, vaya usted a saber, que exista un ser de una naturaleza, no igual, sino semejante a Él, que le acompañe por toda la eternidad. Y a ese proyecto se ha volcado con toda la fuerza de su esencia, de su amor:  “En esto se ha manifestado el amor que Dios nos tiene, en que Dios envió a mundo a su Hijo Único para que vivamos por medio de él” (1ªJn 4, 9 y ss.); “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna”( Jn.3, 16). Lo que anuncia Juan lo tiene dicho Jesús: “Esta es la voluntad de mi Padre, que todo el que ve al Hijo y cree en él, tenga vida eterna y yo le resucitaré en el último día” (Jn. 6, 40). Pero la vida que Jesús nos concede no solo es eterna sino que además, y esto es lo más extraordinario y excelso, es una vida junto a Él en una unión tan íntima y estrecha que no podríamos concebir si no fuera porque nos la ha descrito con sus propias palabras cuando eleva su oración al Padre para pedirle: “que todos sean uno, como tu, Padre, en mí y yo en ti, para que ellos también lo sean en nosotros…para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí para que sean completamente uno, para que el mundo sepa que tu me has enviado y los has amado como me has amado a mí… para que el amor que me tenías esté en ellos, como también yo estoy en ellos”.(Jn. 17, 20-26).
No cabe ser más claro y reiterativo en la manifestación de su plan, que ya antes había anunciado: “En la casa de mi Padre hay muchas estancias… Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré y os llevaré conmigo para que donde yo estoy estéis también vosotros” (Jn.14, 2 y ss.). Lógicamente, para lograr su propósito y como no se puede mezclar las piedras y el aire, nuestro Creador tuvo que darnos una naturaleza semejante a la suya y nos creó a su imagen y semejanza, según leemos en el Génesis; pero no una semejanza cualquiera, portadora de un cierto parecido, sino la máxima semejanza que una criatura pueda tener: “…habéis recibido el espíritu de adopción por el que clamamos, ¡Abba! (Papá), …somos hijos de Dios, y si hijos, … herederos de Dios” (Rm. 8,15). Ya Jesús nos había enseñado a dirigirnos a Dios en la oración como "Padre nuestro que estás en el cielo…”; y también dijo a la Magdalena cuando se le apareció tras su resurrección, “ve a mis hermanos y diles: Subo al Padre mío y Padre vuestro” (Jn. 20,17). Más tarde Juan confirma nuestra condición y esperanza: "Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que cuando aparezca, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1ªJn.3,2).  ¿Quién teme a la muerte después de oír esto?. La muerte solo existe para el que no cree y se empeña en vivir como un animal. Así nos lo confirma el evangelio desde otro ángulo que a continuación contemplo.
Juan nos dice (4,24) que “Dios es espíritu y los que le adoran han de adorarle en espíritu y en verdad”; por eso Pablo nos ha dicho, como hemos visto más arriba, que nosotros  hemos “recibido el espíritu de adopción”. Así que, somos también, y fundamentalmente, espíritu para poder injertarnos en el Padre porque “el que se une al Señor es espíritu con él” (1ªCor. 6,17). Por eso, el que quiera vivir plenamente ahora, y luego en el más allá, debe vivir espiritualmente como hijo de Dios, pues como nos dice Jesús, “El espíritu es quién da vida; la carne no sirve para nada” (Jn.6,63) y Pablo remacha, “el que siembra para la carne, de ella cosechará corrupción, el que siembra para el espíritu, del Espíritu de Dios cosechará vida eterna” (Ga. 6,8); e insiste en Rm.8,13, “si vivís según la carne, moriréis; más si con el espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis”, porque “si el Espíritu del que resucitó a Jesús habita en vosotros, el que resucitó a Cristo vivificará vuestros cuerpos mortales por el mismo Espíritu que habita en vosotros” (Rm. 8, 10 y 11). Vivir más plenamente nuestra vida espiritual supone seguir el consejo de Jesús: “Buscad el reino de Dios y su justicia, lo demás se os dará por añadidura. No os inquietéis por el mañana.”(Mt.6,33); “aunque uno nade en la abundancia, su vida no le viene de la hacienda” (Lc. 12,15); supone liberarse de las ataduras del mundo, sin buscar la vida y la felicidad en el dinero, el afecto, el prestigio, el poder…; supone vivir con los ojos puestos en nuestra meta y razón de ser, Dios, sin echar raíces en el camino que impiden nuestro avance hacia “la libertad de la gloria de los hijos de Dios” (Rm. 8,21)
La consecuencia esencial de ser espíritus, y vivir espiritualmente, es poder unirnos a Dios y gozar de la vida eterna. Y esta unión con Dios entraña  que “No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús”, nos dice Pablo en Ga. 3, 28.  Por tanto todos somos iguales, todos tenemos la misma dignidad de hijos de Dios cualquiera que sea nuestra condición física, mental o social; Todos somos hermanos y no caben discriminaciones con los emigrantes, mujeres, niños o ancianos, discapacitados , enfermos o no nacidos. Y negar la ayuda que necesitan todos estos hermanos desvalidos, supone marginarlos y discriminarlos por parte de todos los que disfrutamos de abundantes medios materiales. Dios  no hace distinción entre hermanos; Dios creó la tierra y sus frutos y riquezas para el disfrute de todos y no de unos pocos. Por eso la doctrina social de la Iglesia nos dice que somos administradores de lo que poseemos para emplear nuestros bienes en bien de todos. En resumen, Jesús nos quiere a todos junto a El; para Él todos somos iguales y no ha creado los bienes de la tierra para el disfrute de unos pocos sino de todos; por eso se preocupa de que se atienda a los más necesitados situándose el mismo entre los pobres y anunciando que al final de los tiempos seremos juzgados según la caridad que hayamos tenido con ellos, “porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber… ¿Cuándo Señor te vimos…?... Lo que hicisteis con uno de éstos, conmigo lo hicisteis” (Mt.25, 35-45)
Bien, hasta ahora sé que soy un espíritu, hijo de Dios, nacido para fundirme con Él; que no soy más que nadie ni menos que nadie y que debo emplear mis bienes al servicio de los más necesitados si quiero acompañar a Jesús en la vida eterna. Sé lo que soy, de donde vengo y a donde voy. Pero quiero buscar un contenido más concreto de esa dignidad de hijo de Dios que lleva aparejada la vida plena y sin muerte, una forma de ser que me dé la paz ahora y aquí y me lleve al Padre al acabar mis días en la tierra; quiero llegar al núcleo de mi naturaleza de ser humano.
La respuesta es sencilla; si la fuente de la vida es Dios, de quién procedo y quién voy, mi naturaleza tiene que ser reflejo de la suya para poder unirme a Él y tener una vida que no puedo tener por separado. Me contesta Juan: “Dios es amor y quién vive en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1º Jn.4,16); “ El que no ama no conoce a Dios porque Dios es amor” (1ª Jn. 4,8).
El amor a Dios, fuente de nuestra vida, solo se puede expresar y vivirlo cumpliendo su voluntad como nos dice él mismo en la persona de Jesús: “El que me ama guardará mi palabra y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”(Jn 14,23); “ Si guardáis mis mandamientos permaneceréis en mi amor…”(Jn. 15,10 ) Y bien, ¿cuáles son sus mandamientos? : “ Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado…vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando…Esto os mando (recalca) que os améis unos a otros” (Jn. 15, 12. 14. 17 ). Por eso Juan nos insiste en su epístola : “En esto consiste el amor a Dios: en que guardemos sus mandamientos” (1ª Jn. 5,3); “Si alguno dice amo a Dios y aborrece a su hermano, es un mentiroso (pues) hemos recibido de Dios este mandamiento: quién ama a Dios, ame también a su hermano”(1ª Jn. 4,20); y así, “si nosotros nos amamos mutuamente, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado a nosotros en plenitud” (1ªJn. 4,12), y con su amor se nos da la vida y así “sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos”(1ªJn.3,14), porque “Dios nos ha dado la vida eterna, y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, tampoco tiene la vida” (1ª Jn.5, 11 y 12). Jesús es claro cuando afirma: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre”.(Jn. 11, 25).
Pablo expresa con vehemencia y rotundidad su sentir de que la vida le viene de Jesús y a Él hay que unirse (da por descontado que el camino es el amor, la voluntad de Dios) :”Ninguno vive para sí y ninguno muere para sí…ya vivamos, ya muramos, del Señor somos”(Rm. 14,7 ) por eso “estoy crucificado con Cristo; y ya no vivo yo, es Cristo quién vive en mí” (Ga. 2, 19 y 20), porque “para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir”(Flp. 1,21)
Creer en Jesús es amarle; amar a Jesús es amar a nuestro prójimo. Ahí está la vida y la esperanza de tanta gente que vive creyéndose apartada de Jesús y estando, sin saberlo, muy cerca de Él. Aquí radica la esperanza de tantas personas, en especial de tantas madres, a las que los afanes y circunstancias de la vida han dificultado el trato con Jesús y que en el momento de la muerte tienen en su amor un firme apoyo de consuelo y esperanza porque ese amor que ellas tienen por sus seres queridos, a los que han consagrado su vida, sienten e intuyen que no puede morir, porque detrás de ese amor está Dios, el dueño de la vida y de la misericordia infinita que ha enviado a su Hijo a que nos rescatase de nuestros errores y pecados, es decir, de la muerte, pagando por nuestras culpas; un Dios hecho hombre que, torturado  más injustamente que nadie, desfigurado de dolor y pena, ruega al Padre del cielo poco antes de morir, “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc. 23, 34)
Me pregunto ahora, ¿qué ingredientes tiene ese amor que me da la vida?. Parece que el amor es incompatible con la imposición; al contrario, debe ser fruto de una íntima convicción formada sin presiones ni engaños, es decir, fruto  de la libertad y la verdad. Dios quiere a su lado seres libres que le hayan elegido, no borregos coaccionados o llevados a Él con engaños. Otro ingrediente del amor y la vida tiene que ser la humildad para reconocerle a Él, nuestro Dios, como centro de nuestra vida, referencia de todas nuestras acciones, en donde reside la “verdad (que) os hará libres” (Jn.8,31); libres de nuestros egoísmos y errores que nos hacen caminar por sendas que llevan en dirección contraria a la vida; por rutas que conducen a la muerte a través de la negación del amor y la afirmación del odio y el egoísmo que engendran violencia, rencor, envidias e injusticias. Por eso Jesús nos previene contra ese camino equivocado, “El que hallare su vida, la perderá, y el que la perdiere por amor de mí, la hallará” (Mt. 10, 39). Y ese camino del amor que Jesús nos indica para hallar la vida, es el camino de la entrega de uno mismo a los demás y el camino del perdón, que solo se puede recorrer en la negación de uno mismo y la aceptación de la cruz que cada uno llevamos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a si mismo, tome su cruz y sígame”(Lc. 9,23 )
Pablo nos describe la caridad, el amor : “La caridad es paciente, es benigna; nos es envidiosa, no es jactanciosa, no se hicha; no es descortés, no es interesada, no se irrita, no piensa mal, no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera. La caridad no pasa jamás”   (1ª Cor. 13, 4 y ss.)
En resumen, vivir es amar; amar a Dios, en quién reside la vida, cumpliendo su voluntad en libertad: entregando nuestra vida al prójimo. Esa es la verdad que nos hace libres del error y de la muerte y nos da la paz y la vida desde ya mismo y para siempre junto al dueño de la vida, origen y fin de  todas las cosas.