martes, 15 de noviembre de 2016

LA LUZ DEL MUNDO (XXIII): La Iglesia de hoy (1ª parte)


Cuando me despierto por la mañana todo está oscuro; las preocupaciones y angustias me invaden, mi debilidad me frena. Tengo necesidad de dar luz  y fuerza a mi vida y solo en Jesús encuentro esa luz que da sentido a mi vida y las fuerzas necesarias para afrontar mis ridículas cuitas. El mundo, preñado de egoísmo, materialismo y hedonismo, solo alumbra guerras e injusticias y no me da ninguna respuesta ni esperanza ni en el día a día ni frente a la muerte. La justicia, la paz y la armonía solo vienen de la mano de la Palabra de Dios, creador de todo, principio y fín de todas las cosas. Esa Palabra me revela quién es Dios, quién soy yo, y cual es mi destino extraordinario e impensable junto a Él; ella da sentido a mi vida y a mi cruz, disipa mis tinieblas. Esa Palabra me dice que Dios es mi padre, que me corrige y prueba pero que nunca me abandona. También me dice que ese Dios ha bajado a la Tierra en la persona de su Hijo, Jesús, mi maestro y hermano, que me espera en el cielo y me acompaña y guía ahora con su Espíritu Santo. Así mismo me revela que todo es fruto del amor de Dios, manifestado de mil maneras a través de la historia y de mi historia personal; un amor sin límites, que ha llevado a su Hijo a una muerte de cruz para pagar por nuestras culpas, por mis culpas; ha pagado mis deudas y puedo presentarme, junto a Él, al Padre. Por si fuera poco, también me ha dado una madre, María, que intercede y vela por mí en el cielo y que nos visita, de vez en cuando, en muchos lugares, para alentarnos y darnos un empujón en nuestro camino hacia su Hijo.

Por tanto cuento con una familia extraordinaria que me espera en el cielo pero que no se olvida de mí ahora, en la Tierra, arropándome y guiando mis pasos a través del Espíritu Santo de Dios que reside en su Iglesia, en cuyo seno derrama su gracia y sus dones a la comunidad de creyentes. Esa Iglesia, con todo lo que ella contiene y supone, es la realidad tangible que me liga al mundo de lo intangible e invisible; es lo que explica que los cristianos podamos vivir en este mundo con los ojos puestos en el mas allá sin sentirnos  o ser tachados de esquizofrénicos.

A lo largo de la historia, todas las civilizaciones, desde oriente a occidente, han recogido la realidad espiritual y religiosa del ser humano. En la iglesia de Cristo es donde esa realidad espiritual, desde muchos puntos de vista, se asienta de forma incomparable y como en ninguna otra religión o práctica religiosa. La razón es sencilla; nada puede ofrecer una manifestación y actuación divinas con el contenido, claridad, contundencia y continuidad que ella ofrece : Primero, la Iglesia recoge en la Biblia el mensaje de Dios que nos explica lo que somos y a donde vamos; el amor de Dios como causa de todo; la caridad como única ley que puede hacer un mundo mas justo y en paz; mensaje de Dios que culmina y alcanza su plenitud de desarrollo con la venida de Cristo Jesús. En segundo lugar, ninguna otra religión puede ofrecer la multitud de hechos extraordinarios y milagros que se han realizado y se siguen produciendo en el seno de la Iglesia. También, en el ámbito individual, somos muchos los que tenemos una experiencia de la actuación divina en nuestras vidas. Resultado de ese amor continuado del Padre, manifestado a través de la Iglesia, es la enorme labor que ésta ha desarrollado y sigue desempeñando  en bien de la humanidad por medio de cantidad de institutos y organizaciones. Manifestación y fruto del amor divino es la multitud de mártires y santos que han entregado su vida a Cristo y al prójimo y que constituyen un testimonio muy sólido de la verdad que habita en la Iglesia.

La Iglesia comienza su andadura con Jesús: Él elige a los apóstoles y a Pedro como cabeza del colegio apostólico.; les asigna una misión,- “Id al mundo entero a predicar el evangelio”- , la misión de divulgar la buena noticia de salvación y esperanza para todos los hombres; en el trance de su muerte, Jesús nos deja a su madre como madre nuestra y de su Iglesia. Tras su ascensión a los cielos, la Iglesia queda definitivamente constituida cuando en Pentecostés recibe el Espíritu Santo que le dá la fuerza y la luz necesarias para desempeñar su misión de continuar anunciando a todos la salvación y la esperanza.

Cristo, nuestro salvador y guía, sigue presente en la Iglesia, en nuestras vidas, a través de su Palabra, su Espíritu y su cuerpo y sangre eucarísticos. No habría sido del todo justo que Jesús nos privara a las generaciones futuras de su presencia y asistencia; Jesús sigue vivo y cercano a nosotros en su Iglesia. La Iglesia tiene su “piedra angular” en Jesús; recibe de su Palabra la luz y de su Espíritu la fuerza. La Palabra de Jesús nos permite conocerle a Él que es nuestro modelo, “camino, verdad y vida”. Su Espíritu ilumina su Palabra, su voluntad, y nos da la energía que necesitamos para seguirla, despegándonos de nuestro egoísmo.

Todos los problemas que la Iglesia tiene en la actualidad tienen su origen precisamente ahí, en esos fundamentos que acabo de mencionar y que, en mayor o menor medida, se han ido desdibujando a lo largo de los tiempos : Un modelo, Jesús, que ha perdido nitidez cuando no se ha oscurecido totalmente; un Espíritu Santo del que nos hemos descolgado un tanto o bastante. Todo ello se ha producido como consecuencia de la excesiva contaminación mundana que se da en el seno de la Iglesia a todos los niveles. Por ello, intentaré analizar esos fundamentos y así poder conocer en qué y cómo nos hemos apartado de ellos.

En cuanto a nuestro modelo de vida, Jesús, trato de fijar los rasgos esenciales de ese modelo como cuestión previa que me permita ver en qué medida nos hemos desviado : En primer lugar, lo más llamativo, extraordinario y trascendente es que Jesús es Dios; nada menos que nuestro Creador hecho hombre con la misión de llevarnos junto a él, no a la fuerza sino atrayéndonos con su amor demostrado en su palabra, vida y muerte. Esa misión salvífica es tan importante y esencial que la traspasa a su Iglesia, a todos nosotros, ordenándonos que proclamemos el evangelio a todas las naciones.  Su misión y su amor no tienen mas límite que nuestro rechazo a creer en Él. Nuestras culpas y errores no son obstáculo  ya que él no se cansa de decirnos que “el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido”,  “que hay más alegría en el cielo por un solo pecador arrepentido que por 99 justos que no necesitan arrepentirse”. Misericordia y perdón son pues rasgos esenciales de la figura de Jesús junto a su misión evangelizadora.

En segundo lugar llama la atención  que ese Dios infinitamente superior a nosotros, todopoderoso, viniese a la Tierra como un hombre pobre, nacido en un pesebre en el seno de una familia humilde; que llamó junto a Él, antes que a nadie, a unos pastores y que, ya de mayor, dijese que “no tenía donde reclinar la cabeza”; vivía de la caridad.

En tercer lugar destaca en Él su actitud humilde y de servicio, –“aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” , porque “el Hijo del hombre no ha venido a que le sirvan sino a servir y dar la vida por muchos”- ; no hace ninguna ostentación de su superioridad y autoridad; se impone por el amor y su sabiduría; aspira a convencer y no a vencer porque Él ha creado hombres libres para que le acompañen en el cielo no como borregos.

En cuarto lugar hay que resaltar su obediencia al Padre por encima de todo y todos. Hasta el amor que siente por sus padres, José y María, queda relegado a la voluntad de su Padre celestial; “no sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre”, les dice a sus padres terrenales que , angustiados le encuentran en el Templo y le reprenden que se les haya escabullido. En su pasión eleva una oración al Padre : “si es posible que pase de mí este cáliz; más no se haga mi voluntad sino la tuya”

En quinto lugar, su corazón estaba con los pobres y necesitados con los que se identifica a la hora de juzgarnos, tras nuestra muerte: “cuanto hicisteis por uno de esos pequeñuelos, conmigo lo hicisteis”.  Leemos en la Escritura “pasó por la vida haciendo el bien” curando a enfermos y lisiados.

En sexto lugar, sobresale en su personalidad su iniciativa y dinamismo para hacer el bien y llevar a cabo su misión salvadora: Él elige a los apóstoles, anda de aquí para allá predicando en descampado, en las calles, en las sinagogas; ve el dolor de la viuda de Naím que acaba de perder a su hijo, y se lo resucita; hace bajar a Zaqueo de la higuera, sin conocerle, y le pide que le invite a comer a su casa; no le duelen prendas a la hora de comer con publicanos y pecadores con tal de  cumplir su misión.

En séptimo lugar, no podemos olvidar que Jesús es un hombre de constante e intensa oración, en permanente contacto con el Padre cuya voluntad es el eje de su existencia terrena. Se retira al monte a orar, pasa muchas noches en oración.

Finalmente quiero recalcar algo que ya he apuntado : Jesús es un hermano cercano . Nos dijo, “yo estaré con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos”, y así ha sido; Él está en su Iglesia; Él está en los corazones de aquellos que creen en El pues, dice, “vendremos a él y haremos morada en él”;  Él está presente en su palabra de forma inmaterial y en la Eucaristía de forma material. Él está presente en los pobres.

Una somera reflexión sobre la figura de Cristo hace aflorar varias ideas sobre la situación de mi Iglesia próxima, individuos e institución :

Antes que nada, para mí que la figura de Jesús, como causa y destino de nuestra existencia, no está asumida de forma plena por muchos de nosotros; de ahí que Jesús no sea el centro de nuestra vida y tengamos una vela encendida a Dios y otra al diablo; somos unos tibios que tranquilizamos nuestras conciencias con ciertas prácticas pero nuestro corazón lo tenemos puesto en el mundo, con sus pompas y vanidades, como si esto fuera nuestra morada definitiva; vamos, que pensamos poco en la muerte. La tibieza es un virus que mina poco a poco lo que nos queda de fe, y sin darnos cuenta vamos entrando en un relativismo moral que termina apartándonos de la práctica religiosa y de la Iglesia, construyendo una religión, a nuestro antojo y medida, que pervierte los valores y va dejando cada vez más espacio a la soberbia y el egoísmo con todo lo que esto acarrea ( codicia, envidia e ira en primer lugar, seguidos de pereza, lujuria y gula) con la triste consecuencia de un notable deterioro familiar; o bien, otro fruto de la tibieza puede ser el fariseísmo en que incurrimos al no considerar que el cielo se nos da de forma gratuita, por amor, y nos preocupamos de cumplir y no de amar, vamos a misa pero despreciamos al vecino y somos injustos con nuestros empleados. No acaba de calar en nosotros la idea del amor gratuito de Jesús hacia nosotros, de su misericordia y perdón; en definitiva no conocemos a Jesús  y en consecuencia no nos sentimos amados por Él  y tampoco amamos. Jesús ya nos lo advierte de forma clara, “ ningún siervo puede servir a dos señores…no podemos servir a Dios y al dinero”. Y a la hora de elegir a quién servimos, Él también es muy claro, “allá donde está tu corazón, está tu tesoro”. ¿Dónde tenemos el corazón?.

No es de extrañar que si el mensaje de Jesús de amor y salvación no está arraigado en nosotros de forma nítida, nuestro espíritu misionero y acción de evangelización brillen por su ausencia o deficiencia en el mejor de los casos; hemos dejado de ser “sal de la Tierra” y nos hemos convertido en sal que se ha vuelto sosa y que no sirve mas que para  “ser arrojada y pisoteada”.

Sin descartar la responsabilidad individual de muchos de nosotros en la situación de la Iglesia de hoy,  tampoco se puede omitir la cuota de responsabilidad que en esto le corresponde a la jerarquía eclesial; a lo largo de muchos años, y en muchos aspectos y ocasiones, esta jerarquía no ha sabido transmitir el mensaje evangélico con autenticidad y ha difundido una religión moralista e individualista que ha hecho más hincapié en cumplir una serie de preceptos y no pecar que en amar y confiar en el amor infinito de Jesús. Huyendo de los errores de Lutero han cometido el error de negar la parte de verdad (insisto, solo parte) que encerraba la postura luterana.

Otro rasgo de Jesús, que no siempre se reconoce en la Iglesia, es su condición de hombre pobre. Como un mero apunte diré que tal condición no se corresponde muy bien con las formas que han acompañado y acompañan a muchos jerarcas ni tampoco con los palacios arzobispales que habitan.  Tampoco la humildad de Jesús parece ser la pauta que imitan algunos sacerdotes y catequistas, autoritarios y prepotentes, que olvidan su papel de instrumentos de Jesús al servicio de los demás y, creyéndose lo que no son, adoptan actitudes impropias de quienes son meros mensajeros y servidores.

El dinamismo y la valentía de Jesús no se ven reflejados en muchos cristianos, acomplejados y acobardados, que muchas veces esconden la cabeza ante un ambiente hostil, como avergonzados de su condición. La falta de una fe profunda, ya lo apuntaba antes, determinan una práctica de la fe pasiva y timorata; el cristiano se encierra en sí mismo y  las parroquias se convierten en centros exclusivos para unos cuantos cristianos que, con actitud individualista e independiente, acuden a recibir ciertos servicios religiosos. Ni que decir tiene que la labor misionera y evangelizadora de la Iglesia ha perdido fuelle y que urge recristianizar sociedades que tradicionalmente eran cristianas. El Papa Francisco no deja de alentar una Iglesia “en salida y de acogida” que busque a los hijos de Dios allá donde estén, sin excluir a nadie.

Por último,  el Jesús en oración no es un modelo que muchos sigamos. Nuestro desconocimiento de Jesús, nuestros afanes y planes mundanos, acarrean casi necesariamente nuestra falta de oración; y si no tratamos a Jesús en la oración y en la Eucaristía, mal podemos sentirlo cercano y apoyarnos en Él en nuestra vida cotidiana. Entonces buscamos nuestra seguridad en el dinero y con ello tenemos servida la angustia, la envidia y la confusión entre otros muchos males.

Junto a la pérdida del modelo que seguimos, mencionaba antes otra causa del deterioro de la Iglesia de nuestros días : El debilitamiento del vínculo que la une con el Espíritu Santo. Este vínculo, que fecunda y vigoriza la Iglesia, pierde fuerza cuando en ésta se difumina su esencia de comunidad de creyentes unidos a la cabeza, Cristo, centro de la vida de la comunidad y sus integrantes. En el plano individual , muchos católicos acudimos a la parroquia y a los sacramentos con una actitud individualista prescindiendo de su aspecto comunitario, es decir, sin sentirnos parte de una comunidad. Esto es especialmente grave en el caso de la Eucaristía, sacramento de unión con Cristo y con los hermanos; sacramento que hace y consolida la Iglesia tal y como ocurría en los primeros tiempos en los que la Eucaristía dominical constituía el eje de su vida, una vida  en comunión, en común unión, entre todos ellos. La Iglesia de hoy en España ha perdido mucho de aquel hermanamiento en torno al día del Señor y su Eucaristía; para muchos la Eucaristía dominical es un servicio religioso que recibimos a la hora que más nos conviene, que acoplamos en nuestros planes de ocio o diversión con un carácter secundario; un trámite que hay que cumplir en  pago a un hilo de fe que nos queda; casi un hábito que se apoya en una necesidad sicológica,  no en una convicción, que nace del íntimo sentimiento de que existe un más allá y un Ser superior. La falta de una fe profunda y el debilitamiento del sentido comunitario de ésta lleva a perder la conexión de muchos con la parroquia, Iglesia local, y, al final, a no acudir a la misa dominical; pasan a engrosar el número cada vez mayor de los católicos no practicantes.

Pero no solo se da una desconexión del cristiano de la comunidad parroquial; también existe otra que se produce entre la parroquia y algunos movimientos que nacen en el seno de la Iglesia y se nutren de ella, pero que no hacen todo lo que deberían para robustecer la unidad de la Iglesia, de la comunidad parroquial; se preocupan de la formación de sus seguidores y no mucho de los hermanos que no pertenecen a su grupo o movimiento; realizan puntualmente determinados servicios a la parroquia pero no se abren a la vida comunitaria todo lo que sería de desear, celosos de su identidad de grupo y de sus celebraciones particulares; son como pequeñas Iglesias privadas más o menos aisladas del resto; de hecho, muchos integrantes de esos movimientos se consideran, y lo dicen, mejores y más auténticos católicos que los demás; esto resulta paradójico cuando la esencia del cristianismo, de la Iglesia, es la unidad en Cristo y el servicio.  En Cristo, uno con su comunidad eclesial, nacen las otras notas esenciales de la Iglesia, la santidad, la catolicidad o universalidad y la apostolicidad.

En mi próximo escrito, si Dios lo permite, intentaré desarrollar algunos de los puntos que he mencionado en este capítulo y que merecen un mayor desarrollo.

sábado, 4 de junio de 2016

LA LUZ DEL MUNDO (XXII): ¿Dónde está la vida?

Ampliando la última cuestión tratada, la muerte, me planteo esta pregunta tratando de profundizar en el asunto. Mi osadía y dudas encuentran una respuesta: “Te doy gracias Padre…porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla” (Mt. 11, 25). Me planteo varios aspectos como premisas: 
Primera: El ser humano necesita unas mínimas condiciones materiales de vida. Sin casa, comida, vestido, salud y compañía, no se puede hablar de una forma de vivir mínimamente aceptable. Las situaciones de necesidad del llamado tercer mundo, de las que el primer mundo  es responsable en mayor o menor medida, son elocuentes en sí mismas.
Segunda: Tampoco parece que pueda darse una vida plena en situaciones en las que, si bien existe una satisfacción  de las necesidades primarias, la parte esencial del hombre, la espiritual, no está debidamente atendida. En este aspecto, el hombre necesita algo esencial y básico, la libertad; una libertad que exige la democracia y el respeto los derechos humanos, tantas veces atacados desde posturas de autoritarismo e imposición, la mentira y la amenaza. Pero existe también un origen personal e individual en algunas cortapisas a esa libertad, como son el miedo y el autoengaño.
Tercera: Si bien la libertad está en la base de la dignidad de la persona, no lo es todo. La libertad no es una meta en sí misma, sino que es el medio para llegar a la verdad, a una situación de plenitud y auténtica satisfacción; y esto no se alcanza sino es en el seno del amor auténtico, no el que nos viene disfrazado de tal y que, en el fondo, busca la propia satisfacción. El amor supone la plenitud de la dignidad humana que, por tanto madura y progresa en la medida que lo hace en el amor. No es casualidad que en los países de mayor bienestar socio-económico-político, como son los países nórdicos europeos, el número de suicidios es de los más altos. En estos países quizá sobra materialismo y soledad, y falta el auténtico amor que da sentido a la vida y encierra en sí mismo la vida, como luego veremos.
Cuarta: Una última premisa a tener en cuenta: La vida tiene una circunstancia esencial que la acompaña, que es su caducidad, la muerte. Esta circunstancia oscurece mucho la existencia humana, salvo que haya una respuesta y una sólida esperanza de vida mas allá de la muerte física.
En relación a estas premisas, me viene a la cabeza una conversación que tuve con un hijo mío. Él me hablaba de los logros que se están consiguiendo en los estudios e investigación sobre inteligencia artificial, unos robots que aprenden, razonan y deciden como los humanos; me hablaba, como ingeniero orgulloso de la ciencia, de todos estos avances y de la posibilidad  de que estos engendros sustituyan al hombre en muchos trabajos. Como subyacía en sus afirmaciones una idea de equiparación del robot al hombre, de una emulación de las facultades creadoras humanas con las divinas, me salió del alma responderle con prontitud que ningún robot podría nunca sentir ni dar amor, ni tampoco dar una respuesta al hecho de la muerte física; aunque hay gente que se empeña en creer  que el ser humano puede emular a Dios y vencer a la muerte, como es el caso de una señora que apareció en la televisión contando que tenía a su difunta hija congelada en unos depósitos frigoríficos, que hay en California, donde los cadáveres se almacenan allí a la espera de que la ciencia descubra como devolverles la vida. Y es que, una cosa es desarrollar nuestro intelecto y colaborar en la tarea creadora de Dios, utilizando la capacidad que Él nos ha dado, y otra cosa muy distinta es tratar de sustituir a ese ser invisible, inabarcable y todopoderoso.
En conclusión, la respuesta a la pregunta de dónde está la vida, una existencia humana plena, tendrá que dar satisfacción, por un lado, a las necesidades materiales básicas de la persona, y por otro, a sus necesidades espirituales de libertad, desarrollo intelectual y amor, sin olvidar que nunca podrá considerarse que tenemos una vida plena si ésta puede acabar en cualquier momento.
Hay dos ideologías madre que tratan de dar respuesta a la cuestión que me planteo:  
1) Por un lado el capitalismo, que si bien parte del respeto a la libertad de la persona y la libre competencia, de hecho convierte al ser humano en un esclavo del consumismo y del máximo beneficio empresarial, con los ojos puestos solamente en el bienestar material, la diversión y el placer; en el dinero, en suma. Esta situación lleva aparejadas toda una serie de esclavitudes: Esclavitud laboral de trabajadores con salarios míseros y horarios excesivos, que aparece con toda crudeza en la explotación de niños del tercer mundo; un ámbito éste que ha sufrido el expolio de sus recursos naturales y sufre la explotación sexual de sus mujeres, aparte de otros abusos que cometen las multinacionales. No parece que este sistema haya erradicado, en la mayoría de países, el paro, la pobreza y la miseria moral que acarrea el egoísmo materialista que lo impregna y que hace del individuo un ser insolidario, pendiente de sí mismo, que solo rinde culto al placer, el poder y el dinero.
2) Por otro lado está el marxismo que surge como reacción a la explotación de las clases bajas por parte de caciques y empresarios; promete el paraíso marxista frente a los abusos del capitalismo, pero jamás ha podido superar la fase de la dictadura del proletariado que convierte al ciudadano  en un auténtico esclavo de “Papá Estado”; un Estado que niega la libertad del individuo, privándole de su derecho a pensar, opinar y actuar de forma libre; en definitiva, privándole de toda participación en el diseño del presente y futuro de su persona, familia y sociedad. El que no acata el sistema es tachado de loco y puede ser aniquilado. El Estado marxista se ha convertido en muchos casos en una gran cárcel, con muros y fronteras cerradas, de la que el ciudadano no puede escapar.
Tanto los estados marxistas actuales como los ya desaparecidos, se caracterizan por haber conseguido superar la desigualdad social, igualando a todos en una situación de pobreza generalizada, de la cual, naturalmente, no participan los jerarcas.    
Las versiones mas modernas del marxismo se disfrazan de estatalismo solidario frente al capitalismo individualista e insolidario, pero siguen negando la libertad del individuo por mucho que, cínicamente, presuman de lo contrario: Establecen la línea de pensamiento único e indiscutible y , con este objetivo, quieren controlar todos los medios de comunicación y todos los centros de enseñanza. Las decisiones políticas, por muy asamblearias que quieran presentarlas, solo se toman por aquellos  que comparten el dogma marxista; la democracia y la libertad brillan por su ausencia. Hasta tal punto están poseídos de su verdad, que no dudan en mentir para imponerla.
Es verdad que el moderno neoliberalismo capitalista y el socialismo democrático, vigentes en muchos países, han dulcificado sus posiciones y vienen a confluir en el llamado Estado del bienestar, un estado que redistribuye la riqueza a través de unos impuestos que gravan más a los más ricos para atender a los servicios que disfrutan todos. Pero, en cualquier caso, no se ha superado un materialismo que en nada favorece el reconocimiento de la dignidad del hombre; menos aún del ser humano débil e improductivo como es la mujer, el anciano, el niño, el discapacitado o el forastero; un materialismo que deja al hombre como vacío y sin esperanza; una esperanza que solo puede encontrar en su dimensión espiritual y, dentro de ella, en Jesús.
Frente a estas ideologías que consideran al hombre poco más que un animal, con un horizonte de muerte, Jesús nos dice que el ser humano es muchísimo más, que su meta no es darle gusto al cuerpo, y que tiene un destino extraordinario e impensable, como extraordinario es ya el mero hecho de su existencia. Acorde con todo esto, la dignidad de la persona se concreta y proyecta en una serie de valores y derechos que nadie ni ningún Estado puede desconocer o atacar; al contrario deben ser protegidos y favorecidos. El ser humano es un ente anterior y superior al Estado, el cual debe estar al servicio del individuo sin imponerle más trabas que las que exijan el bien común. Dios creó al hombre y a la mujer, no al Estado.
Cualquier planteamiento que trate de encontrar la forma de tener una vida plena, debe partir del ser humano considerado en su individualidad ; pero no una individualidad aislada sino conectada al Creador que le da el ser, la vida; una vida que tiene un contenido y una misión nada egoísta, sino de entrega al servicio de los demás siguiendo la pauta y ejemplo de nuestro Creador, Jesús, que es quién mejor conoce nuestra naturaleza y destino.  Las soluciones para conseguir una sociedad mejor serán siempre insuficientes si, antes, el hombre no se regenera por dentro y adopta un comportamiento desde una convicción moral acertada: Desde una asimilación del mensaje de Jesús que nos explica nuestro origen, lo que somos y a donde vamos. Existen muchas religiones que caminan por esta senda y logran encontrar, en mayor o menor medida, la verdad que llevamos impresa en nuestro interior por el autor de la vida. Pero solo un conocimiento profundo de la Biblia y de Jesús nos permitirá distinguir la Verdad plena de las aproximaciones. “Yo soy el camino, la Verdad y la Vida”, nos dice Jesús (Jn. 14,6); Por eso intento, a continuación, encontrar en su mensaje, ese camino verdadero que nos lleva a la vida. Jesús dice de sí mismo, “yo soy la luz del mundo, el que me sigue no anda en tinieblas sino que tendrá la luz de la vida”( Jn. 8,12). Ojalá podamos ver en este mensaje, que  intento recoger, esa verdad que nos robustece y nos da vida y que le hizo decir a Pedro cuando el Señor le preguntaba si el también le dejaría como otros, “Señor, ¿a quién vamos a acudir?, tu tienes palabras de vida eterna y nosotros hemos creído  y sabemos que tú eres el Santo de Dios”(Jn.6,68 y ss).
¿Por qué estoy yo en este mundo?, ¿quién soy y a dónde voy? Las respuestas a esto iluminarán mi vida y me explicarán el porqué de los problemas que acucian a la sociedad actual.
Sea cual fuere el origen de nuestro ser animal, lo que está claro es que el espíritu que rige nuestro ser animal no ha nacido de las piedras y que tenemos una esencia y contenido que solo un ser infinitamente superior ha podido dárnoslo. Nos dice Pablo, “no hay más que un Dios Padre de quién todo procede y de quién somos nosotros, y un solo Señor Jesucristo, por quién son todas las cosas y nosotros también”(1ª Cor. 8;6). Ese Jesús es la Palabra mediante la cual el Dios invisible se nos ha hecho visible y se nos ha manifestado, ”quién me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn. 14, 7), “Yo y el Padre somos uno” (Jn. 10,30); es también la sabiduría de Dios en acción, creadora del mundo, “En el principio existía la Palabra, la Palabra estaba en Dios y la Palabra era Dios…Todas las cosas fueron hechas por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto ha sido hecho” (Jn. 1, 1 y ss.). Y el autor de la vida ha dejado su impronta en todo y en todos “para que busquen a Dios y siquiera a tientas le hallen, que no está lejos de nosotros, porque en Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hchos. 17,27 y 28)
¿Y por qué nos ha creado? Porque  ha querido. En su sabiduría ha considerado conveniente o necesario, vaya usted a saber, que exista un ser de una naturaleza, no igual, sino semejante a Él, que le acompañe por toda la eternidad. Y a ese proyecto se ha volcado con toda la fuerza de su esencia, de su amor:  “En esto se ha manifestado el amor que Dios nos tiene, en que Dios envió a mundo a su Hijo Único para que vivamos por medio de él” (1ªJn 4, 9 y ss.); “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna”( Jn.3, 16). Lo que anuncia Juan lo tiene dicho Jesús: “Esta es la voluntad de mi Padre, que todo el que ve al Hijo y cree en él, tenga vida eterna y yo le resucitaré en el último día” (Jn. 6, 40). Pero la vida que Jesús nos concede no solo es eterna sino que además, y esto es lo más extraordinario y excelso, es una vida junto a Él en una unión tan íntima y estrecha que no podríamos concebir si no fuera porque nos la ha descrito con sus propias palabras cuando eleva su oración al Padre para pedirle: “que todos sean uno, como tu, Padre, en mí y yo en ti, para que ellos también lo sean en nosotros…para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí para que sean completamente uno, para que el mundo sepa que tu me has enviado y los has amado como me has amado a mí… para que el amor que me tenías esté en ellos, como también yo estoy en ellos”.(Jn. 17, 20-26).
No cabe ser más claro y reiterativo en la manifestación de su plan, que ya antes había anunciado: “En la casa de mi Padre hay muchas estancias… Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré y os llevaré conmigo para que donde yo estoy estéis también vosotros” (Jn.14, 2 y ss.). Lógicamente, para lograr su propósito y como no se puede mezclar las piedras y el aire, nuestro Creador tuvo que darnos una naturaleza semejante a la suya y nos creó a su imagen y semejanza, según leemos en el Génesis; pero no una semejanza cualquiera, portadora de un cierto parecido, sino la máxima semejanza que una criatura pueda tener: “…habéis recibido el espíritu de adopción por el que clamamos, ¡Abba! (Papá), …somos hijos de Dios, y si hijos, … herederos de Dios” (Rm. 8,15). Ya Jesús nos había enseñado a dirigirnos a Dios en la oración como "Padre nuestro que estás en el cielo…”; y también dijo a la Magdalena cuando se le apareció tras su resurrección, “ve a mis hermanos y diles: Subo al Padre mío y Padre vuestro” (Jn. 20,17). Más tarde Juan confirma nuestra condición y esperanza: "Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que cuando aparezca, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1ªJn.3,2).  ¿Quién teme a la muerte después de oír esto?. La muerte solo existe para el que no cree y se empeña en vivir como un animal. Así nos lo confirma el evangelio desde otro ángulo que a continuación contemplo.
Juan nos dice (4,24) que “Dios es espíritu y los que le adoran han de adorarle en espíritu y en verdad”; por eso Pablo nos ha dicho, como hemos visto más arriba, que nosotros  hemos “recibido el espíritu de adopción”. Así que, somos también, y fundamentalmente, espíritu para poder injertarnos en el Padre porque “el que se une al Señor es espíritu con él” (1ªCor. 6,17). Por eso, el que quiera vivir plenamente ahora, y luego en el más allá, debe vivir espiritualmente como hijo de Dios, pues como nos dice Jesús, “El espíritu es quién da vida; la carne no sirve para nada” (Jn.6,63) y Pablo remacha, “el que siembra para la carne, de ella cosechará corrupción, el que siembra para el espíritu, del Espíritu de Dios cosechará vida eterna” (Ga. 6,8); e insiste en Rm.8,13, “si vivís según la carne, moriréis; más si con el espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis”, porque “si el Espíritu del que resucitó a Jesús habita en vosotros, el que resucitó a Cristo vivificará vuestros cuerpos mortales por el mismo Espíritu que habita en vosotros” (Rm. 8, 10 y 11). Vivir más plenamente nuestra vida espiritual supone seguir el consejo de Jesús: “Buscad el reino de Dios y su justicia, lo demás se os dará por añadidura. No os inquietéis por el mañana.”(Mt.6,33); “aunque uno nade en la abundancia, su vida no le viene de la hacienda” (Lc. 12,15); supone liberarse de las ataduras del mundo, sin buscar la vida y la felicidad en el dinero, el afecto, el prestigio, el poder…; supone vivir con los ojos puestos en nuestra meta y razón de ser, Dios, sin echar raíces en el camino que impiden nuestro avance hacia “la libertad de la gloria de los hijos de Dios” (Rm. 8,21)
La consecuencia esencial de ser espíritus, y vivir espiritualmente, es poder unirnos a Dios y gozar de la vida eterna. Y esta unión con Dios entraña  que “No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús”, nos dice Pablo en Ga. 3, 28.  Por tanto todos somos iguales, todos tenemos la misma dignidad de hijos de Dios cualquiera que sea nuestra condición física, mental o social; Todos somos hermanos y no caben discriminaciones con los emigrantes, mujeres, niños o ancianos, discapacitados , enfermos o no nacidos. Y negar la ayuda que necesitan todos estos hermanos desvalidos, supone marginarlos y discriminarlos por parte de todos los que disfrutamos de abundantes medios materiales. Dios  no hace distinción entre hermanos; Dios creó la tierra y sus frutos y riquezas para el disfrute de todos y no de unos pocos. Por eso la doctrina social de la Iglesia nos dice que somos administradores de lo que poseemos para emplear nuestros bienes en bien de todos. En resumen, Jesús nos quiere a todos junto a El; para Él todos somos iguales y no ha creado los bienes de la tierra para el disfrute de unos pocos sino de todos; por eso se preocupa de que se atienda a los más necesitados situándose el mismo entre los pobres y anunciando que al final de los tiempos seremos juzgados según la caridad que hayamos tenido con ellos, “porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber… ¿Cuándo Señor te vimos…?... Lo que hicisteis con uno de éstos, conmigo lo hicisteis” (Mt.25, 35-45)
Bien, hasta ahora sé que soy un espíritu, hijo de Dios, nacido para fundirme con Él; que no soy más que nadie ni menos que nadie y que debo emplear mis bienes al servicio de los más necesitados si quiero acompañar a Jesús en la vida eterna. Sé lo que soy, de donde vengo y a donde voy. Pero quiero buscar un contenido más concreto de esa dignidad de hijo de Dios que lleva aparejada la vida plena y sin muerte, una forma de ser que me dé la paz ahora y aquí y me lleve al Padre al acabar mis días en la tierra; quiero llegar al núcleo de mi naturaleza de ser humano.
La respuesta es sencilla; si la fuente de la vida es Dios, de quién procedo y quién voy, mi naturaleza tiene que ser reflejo de la suya para poder unirme a Él y tener una vida que no puedo tener por separado. Me contesta Juan: “Dios es amor y quién vive en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1º Jn.4,16); “ El que no ama no conoce a Dios porque Dios es amor” (1ª Jn. 4,8).
El amor a Dios, fuente de nuestra vida, solo se puede expresar y vivirlo cumpliendo su voluntad como nos dice él mismo en la persona de Jesús: “El que me ama guardará mi palabra y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”(Jn 14,23); “ Si guardáis mis mandamientos permaneceréis en mi amor…”(Jn. 15,10 ) Y bien, ¿cuáles son sus mandamientos? : “ Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado…vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando…Esto os mando (recalca) que os améis unos a otros” (Jn. 15, 12. 14. 17 ). Por eso Juan nos insiste en su epístola : “En esto consiste el amor a Dios: en que guardemos sus mandamientos” (1ª Jn. 5,3); “Si alguno dice amo a Dios y aborrece a su hermano, es un mentiroso (pues) hemos recibido de Dios este mandamiento: quién ama a Dios, ame también a su hermano”(1ª Jn. 4,20); y así, “si nosotros nos amamos mutuamente, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado a nosotros en plenitud” (1ªJn. 4,12), y con su amor se nos da la vida y así “sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos”(1ªJn.3,14), porque “Dios nos ha dado la vida eterna, y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, tampoco tiene la vida” (1ª Jn.5, 11 y 12). Jesús es claro cuando afirma: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre”.(Jn. 11, 25).
Pablo expresa con vehemencia y rotundidad su sentir de que la vida le viene de Jesús y a Él hay que unirse (da por descontado que el camino es el amor, la voluntad de Dios) :”Ninguno vive para sí y ninguno muere para sí…ya vivamos, ya muramos, del Señor somos”(Rm. 14,7 ) por eso “estoy crucificado con Cristo; y ya no vivo yo, es Cristo quién vive en mí” (Ga. 2, 19 y 20), porque “para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir”(Flp. 1,21)
Creer en Jesús es amarle; amar a Jesús es amar a nuestro prójimo. Ahí está la vida y la esperanza de tanta gente que vive creyéndose apartada de Jesús y estando, sin saberlo, muy cerca de Él. Aquí radica la esperanza de tantas personas, en especial de tantas madres, a las que los afanes y circunstancias de la vida han dificultado el trato con Jesús y que en el momento de la muerte tienen en su amor un firme apoyo de consuelo y esperanza porque ese amor que ellas tienen por sus seres queridos, a los que han consagrado su vida, sienten e intuyen que no puede morir, porque detrás de ese amor está Dios, el dueño de la vida y de la misericordia infinita que ha enviado a su Hijo a que nos rescatase de nuestros errores y pecados, es decir, de la muerte, pagando por nuestras culpas; un Dios hecho hombre que, torturado  más injustamente que nadie, desfigurado de dolor y pena, ruega al Padre del cielo poco antes de morir, “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc. 23, 34)
Me pregunto ahora, ¿qué ingredientes tiene ese amor que me da la vida?. Parece que el amor es incompatible con la imposición; al contrario, debe ser fruto de una íntima convicción formada sin presiones ni engaños, es decir, fruto  de la libertad y la verdad. Dios quiere a su lado seres libres que le hayan elegido, no borregos coaccionados o llevados a Él con engaños. Otro ingrediente del amor y la vida tiene que ser la humildad para reconocerle a Él, nuestro Dios, como centro de nuestra vida, referencia de todas nuestras acciones, en donde reside la “verdad (que) os hará libres” (Jn.8,31); libres de nuestros egoísmos y errores que nos hacen caminar por sendas que llevan en dirección contraria a la vida; por rutas que conducen a la muerte a través de la negación del amor y la afirmación del odio y el egoísmo que engendran violencia, rencor, envidias e injusticias. Por eso Jesús nos previene contra ese camino equivocado, “El que hallare su vida, la perderá, y el que la perdiere por amor de mí, la hallará” (Mt. 10, 39). Y ese camino del amor que Jesús nos indica para hallar la vida, es el camino de la entrega de uno mismo a los demás y el camino del perdón, que solo se puede recorrer en la negación de uno mismo y la aceptación de la cruz que cada uno llevamos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a si mismo, tome su cruz y sígame”(Lc. 9,23 )
Pablo nos describe la caridad, el amor : “La caridad es paciente, es benigna; nos es envidiosa, no es jactanciosa, no se hicha; no es descortés, no es interesada, no se irrita, no piensa mal, no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera. La caridad no pasa jamás”   (1ª Cor. 13, 4 y ss.)
En resumen, vivir es amar; amar a Dios, en quién reside la vida, cumpliendo su voluntad en libertad: entregando nuestra vida al prójimo. Esa es la verdad que nos hace libres del error y de la muerte y nos da la paz y la vida desde ya mismo y para siempre junto al dueño de la vida, origen y fin de  todas las cosas.

lunes, 25 de enero de 2016

LA LUZ DEL MUNDO (XXI): Voluntad de Dios, miedo y muerte (2ª parte)

Para aquellos que estén engañosamente satisfechos con su vida, para los que no vean más allá de sus narices, oír hablar de la voluntad de Dios les debe sonar a chino. Para todos aquellos que necesitamos tener esperanza, que estamos hartos de las injusticias que sufrimos, cansados de luchar por nuestra vida o la de nuestros hijos, preocupados por el futuro, necesitados de amor, para todos los pobres y necesitados, la voluntad de Dios revelada en su Palabra y en los acontecimientos, sí que tiene sentido.

El ser conscientes de nuestra precariedad, debilidad y caducidad, enfoca y centra la cuestión de saber de dónde venimos, a dónde vamos y cómo llegar. Si buscamos la seguridad y la felicidad fuera de la voluntad de Dios, al margen de Jesús, poniendo nuestra confianza en el dinero, difícilmente encontraremos lo que buscamos. Por eso Pablo nos recomienda, “Guardaos de toda clase de codicia, pues aunque uno nade en la abundancia, su vida no depende de sus bienes” (1ª Cor. 12, 13). El mismo Jesús nos lo deja muy claro, “mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra”(Jn. 4, 34 ); y en otro pasaje,” mi madre y mis hermanos son éstos, los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”(Lc.8,21). Hasta tal punto quiere dejar esto claro, que llega, incluso, a tener la desconsideración con sus padres de tenerles buscándole, angustiados, durante tres días y, cuando le encuentran en el templo hablando con los doctores, contesta a sus justificados reproches, “¿No sabíais que debía ocuparme de las cosas de mi Padre?” (Lc. 2, 40-52)

La paz solo la encontraremos ciñéndonos a la voluntad de Dios porque Él ha venido a “dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad”(Is. 61, 1 ). Por eso el Dios hecho hombre, Jesús, nos dice, “Venid a mí los que estáis cansados y agobiados que yo os aliviaré. Cargad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera”(Mt. 11, 28 );porque el que vive de cara a Jesús, encuentra una fuerza y una ayuda que le aligera mucho la carga de la vida. Existe esperanza para los pobres, enfermos, los desvalidos, los que sufren soledad y , también para los pecadores. Por todos los hombres, pero especialmente por los antes citados, Dios se hizo hombre y se sometió a los sufrimientos del hombre, y a una muerte de cruz, pese a ser el Creador Todopoderoso; para demostrarnos su amor.

Vino a la Tierra en un establo y a los que primero llamó su ángel fue a unos pobres y solitarios pastores. También se preocupó de dejarnos claro que a su lado solo estarán los que socorran a los necesitados, con los cuales él se identificó, “porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, estuve desnudo y me vestisteis, fui forastero y me hospedasteis, enfermo o en la cárcel y me visitasteis…” (Mt. 25, 35). Y junto a los necesitados, y para nuestra tranquilidad, Jesús se acuerda, también de forma especial, de los pecadores, “No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores al arrepentimiento”(Lc. 5, 32) y “hay más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentimiento”(Lc. 15, 7).

Por eso Pablo afirma, “Es cierto y digno de ser creído por todos, que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero”( 1 Tm. 1,15); más adelante dice ,”nuestro Salvador…quiere que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad” (1Tm. 2,4 ). Por eso el Papa Francisco nos ha dicho que Dios no se cansa nunca de perdonarnos; somos nosotros los que nos cansamos de pedirle perdón.

El resorte que nos impulsa hacia el Creador, y la fuerza que nos pega a la voluntad de Dios, es la plena convicción de su amor por nosotros; así Pablo confesaba que “mientras vivo en esta carne vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí” (Gal.2,20 ). Las pruebas a las que Dios nos somete, a lo largo de nuestra historia personal, no deben enturbiar esa convicción, como no se la arrebataron a Pablo, “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿ la tribulación, la angustia, la persecución, el hambre , la desnudez, el peligro, la espada?...Mas en todas estas cosas vencemos por aquél que nos amó?” (Rm. 8, 35 y 37 ). Porque ,”sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman” (Rm. 8,28 ). Todo está dispuesto y ordenado por Dios para atraernos hacia él; unas veces de forma directa y, otras, de forma indirecta a través de nuestro prójimo ,que unas veces es ocasión, ejemplo o testimonio de fe y otras veces, objeto de nuestro amor u origen de nuestra cruz y superación. “ Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él”(1ª Jn. 4,16 ).

De ahí que muchos que creen no tener fe, en el fondo, sí la tienen, porque el amor que llevamos impreso en nuestra naturaleza, lo ponen en práctica; ya S. Agustín nos decía, “ Ama al prójimo … y trata de averiguar dentro de ti el origen de ese amor; en él verás, tal y como ahora te es posible, al mismo Dios…Ayuda por tanto, a aquel con quien caminas, para que llegues hasta aquel con quien deseas quedarte” (Breviario Tomo I, 2ª lectura del 3 de enero). Ya lo dijo Isaías, “Cuando abrieres tus entrañas para el hambriento y consolares el alma afligida, nacerá para ti la luz en las tinieblas y tus tinieblas se convertirán en claridad de mediodía” (Is. 58,10 ).

Todo lo que Dios nos dice en la Biblia, toda su actuación en la historia del hombre y en nuestra historia personal , tienen un solo objetivo, convencernos de su amor por nosotros y nuestro destino final junto a él por toda la eternidad. “¿Puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas?. Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré.” (Is. 49, 15 ); “Aunque tu padre y tu madre te abandonen, el Señor aún te acogería ” (Salmo, 26,10). Y “tanto amó Dios al hombre que envió a su hijo” (Jn. 3, 16 ); Dios todopoderoso e inmortal se hace hombre para demostrarnos su amor y hacernos partícipes de su naturaleza e inmortalidad porque “a todos aquellos que le recibieron les dio capacidad de llegar a ser hijos de Dios” (Jn. 1,12). “ Y si hijos, herederos de Dios, coherederos con Cristo” (Rm.8, 17). Jesús solo nos pide que creamos en Él y confiemos en Él como un niño confía en sus padres y les
obedece. Solo así encontraremos la paz y la seguridad que tienen los niños; por eso dice que “el que no se hiciere como un niño, no entrará en el reino de los cielos”(Mt.18,3 ).

Solo podremos desterrar el miedo si nos sabemos hijos queridos de Dios pese a nuestras culpas y pecados. “Esto os lo he dicho para que tengáis paz en mí; en el mundo habéis de tener tribulaciones, pero confiad, yo he vencido al mundo”(Jn16,33). Pero la fuerza del amor de nuestro Padre nos llegará con tanta mas intensidad ,cuanto más cerca de El estemos, cuanta mayor sea nuestra fe y confianza en El; una fe que no se queda en los labios, sino que manifiesta su autenticidad en obras de amor. Por eso nos dice Juan en su 1ª Jn. 4, 18 y ss.), “En caridad no hay temor, pues la caridad perfecta echa fuera el temor” porque “el que ama permanece en Dios y Dios en él” (1ªJn,4, 16) y “Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Rm. 8, 31). La cuestión, por tanto será, ¿cómo acercarnos al Padre?. El camino es claro : a través de Jesús, el Dios visible que nos da a conocer al Dios invisible; Él es la plenitud de toda la Palabra contenida en la Biblia y que viene acreditada por sus obras:”creed a las obras para que sepáis que el Padre está en mí y yo en el Padre” (Jn. 10, 38 y 14,11 ).

Desde siempre Dios se nos ha dado a conocer a través de su Palabra y sus obras como nos recuerda el salmo 95,7 yss., “Ojalá escuchéis hoy su voz, no endurezcáis el corazón…(como) cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron , aunque habían visto mis obras”. Y Juan nos dice (20, 31) que las señales que hizo Jesús “fueron escritas para que creáis que Jesús el el Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre”. Las obras que Dios ha hecho y sigue haciendo en el mundo, las obras que el mundo ha hecho y sigue haciendo sin Dios, son un buen comienzo para encontrarnos con Dios; un encuentro que culminará en cada uno de nosotros, cuando lleguemos a conocer a Jesús a través de su Palabra y veamos el amor de Dios reflejado en nuestra vida y en la de las personas con las que estamos o hemos estado en contacto. Entonces podremos decir con Isaías (12,1), “Él es mi Dios y Salvador; confiaré y no temeré porque mi fuerza y mi poder es el Señor, El fue mi salvación”.

Como nuestra condición pecadora nos lleva a apartarnos de Jesús y , como consecuencia, caer en la angustia, Jesús nos exhorta a mantener nuestra mirada confiada en Él para no perder la paz: “No podéis servir a Dios y al dinero. Por eso os digo: no estéis agobiados por la vida pensando qué vais a comer y beber, ni con qué os vais a vestir…¿no es mas importante la vida que el alimento?...¿Quien de vosotros a fuerza de agobiarse podrá añadir una hora al tiempo de su vida?...No andéis agobiados…ya sabe vuestro Padre del cielo que tenéis necesidad de todo esto. Sobre todo buscad el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura. Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio” ( Mt. 6, 24-34 ). Y Pablo nos previene, “la raíz de todos los males es la avaricia, y muchos,
por dejarse llevar de ella, se extravían en la fe, y a sí mismos se atormentan con muchos dolores” (2ªTm. 6,10 ).

Vivimos en la muerte de nuestras muchas carencias y ausencias, preocupados por tener y acumular, sin darnos cuenta de que, al tratar de encontrar la vida donde no está, entramos en una espiral que no es la respuesta que buscamos y nos lleva a la infelicidad, como nos ha dicho Pablo. Y, al fondo, nos encontramos con el misterio del final de nuestra existencia terrenal, de nuestra muerte fisica, frente a la cual nos quedamos mudos, porque no hay salida; no nos vale ni el dinero ni el poder ni el mucho cariño que nos tengan. Y nos entra miedo, cuando no pavor.

Como dentro de nosotros anida un sentimiento de inmortalidad, porque somos esencialmente espíritus eternos, enraizamos ese sentimiento en un escenario inapropiado, en el mundo que nos rodea, edificando castillos de naipes, y nos resulta difícil aceptar que nuestra vida terrena tenga el mismo final que los animales y las plantas. No vemos que, al vivir como animales , es lógico que temamos tener el mismo final que estos seres. No aceptamos nuestra muerte animal porque no estamos dispuestos a vivir en forma distinta a los animales; nos gustaría poder ser animales eternos y no consideramos lo que realmente somos. Si nos enfrentáramos a la muerte desde la realidad de lo que somos, conscientes de nuestro destino, y , además, viviéramos en congruencia con todo eso, el acontecimiento de nuestra muerte cobraría un carácter y un significado muy distinto; perderíamos gran parte del miedo ante lo desconocido y crecería en nosotros un fuego grande que iluminaría nuestro futuro y calentaría nuestro espíritu. Así que debemos examinar esa realidad esencial a la que he aludido para enfocar, de forma también realista, el fenómeno de nuestra muerte. Si tenemos un hilillo de fe, escuchemos lo que nuestro Maestro nos dice.

Sabemos que la vida no nos pertenece y que nuestro Creador nos la puede arrebatar en cualquier momento; en todo caso, sabemos que empezamos a morir desde el mismo instante en que nacemos. Por tanto es absurdo buscar la vida donde no está; nuestra meta está más allá de esta vida terrena y es ahí donde debemos poner nuestros ojos porque “ lo que uno siembra, eso cosechará. El que siembra para la carne de ella cosechará corrupción; el que siembra para el espíritu, del Espíritu cosechará vida eterna” (Ga.6,8) La auténtica vida alcanzará plenitud tras la muerte. El saber eso, y vivir de acuerdo con esa verdad, ya supone una esperanza y una liberación del miedo a la muerte que nos hace empezar a gozar de parte de esa auténtica vida; porque “el espíritu es quién da vida, la carne no sirve para nada” (Jn. 6,63) y si “vivimos por el Espíritu, marchemos tras el Espíritu” (Ga. 5, 25 ). De lo contrario, si ponemos nuestros ojos y nuestra meta en esta realidad terrena, precaria e inconsistente, caeremos en la esclavitud del dinero y en la muerte, y Jesús vino precisamente para “librar a aquellos que por temor de la muerte, estaban toda la vida sujetos a esclavitud” (Hebreos, 2, 25). Liberémonos del miedo a la muerte porque nuestro

Creador nos quiere vivos y junto a Él: “ Tanto amó Dios al mundo, que le dio su Hijo unigénito para que todo el que crea en él no perezca sino que tenga Vida eterna” (Jn 3, 16); “esta es la voluntad de mi Padre, que todo el que ve al Hijo y cree en Él, tenga la vida eterna, y yo le resucitaré en el último día” (Jn. 6, 40); “que todos sean uno, como tú, Padre estás en mí y yo en Ti , para que también ellos sean uno en nosotros…para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos”(Jn17, 21 y 26).

Nuestra fuerza y nuestra esperanza frente a la muerte está en el amor que nos tiene nuestro Padre celestial y en el destino que nos tiene reservado junto a Él en calidad de hijos adoptivos suyos; viene demostrándolo con palabras y obras a lo largo de toda la Historia; creámosle. Su amor por nosotros rebasa con creces el peso de nuestra indignidad; su pasión y cruz anulan los pecados de los que quieren entregarse a él y seguirle al cielo. Pidámosle que renueve nuestro corazón y levante nuestra mirada hacia él, ya que nosotros somos de baja condición. Intentemos vivir según nuestra condición de hijos de Dios y no como esclavos del dinero y nuestras pasiones. Llenemos nuestra vida de caridad hacia el prójimo, que es tanto como llenarnos de Él, y confiemos plenamente en su promesa de llevarnos con Él. No busquemos el éxito sino la santidad, no nos agobiemos por una seguridad que el mundo no nos puede dar y evitaremos la decepción y el miedo; Jesús nos lo advierte, “el que quiera salvar su vida, la perderá y el que pierda su vida por mí, la hallará” (Mt 16,25). Pablo nos insiste: “Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios; pero vosotros no vivís según la carne sino según el espíritu, si es verdad que el espíritu de Dios habita en vosotros…Y si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús habita en vosotros…dará también vida a vuestros cuerpos mortales…Así pues,… si vivís según la carne moriréis; más si con el espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis” (Rm.8, 8-14); y en la epístola a los Tesalonicenses (4, 13 y 14) nos anima e insiste,”…no os aflijáis como hombres sin esperanza. Pues si creemos que Jesús ha muerto y resucitado,, del mismo modo, a los que han muerto, Dios, por medio de Jesús, los llevará con él”.

Pablo, el ejemplo a seguir que Jesús nos ha puesto, vivió apoyado totalmente en Jesús, y no se arredró por nada ni por nadie: “para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir”(Flp.1,21); “Por él renuncié a todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo.” (Flp. 3,8 ). Los sufrimientos de esta vida nos acercan a Cristo y nos preparan para la unión definitiva con Él. Así lo entendía Pablo cuando decía, “Me alegro de sufrir. Así completo en mi carne los dolores de Cristo” (Col. 1, 24)

Confiemos. Esa es la clave, tener confianza en un Dios que es nuestro Padre, nos ama y nos espera con los brazos abiertos. Y también nos acompaña en el camino hacia Él.