martes, 15 de noviembre de 2016

LA LUZ DEL MUNDO (XXIII): La Iglesia de hoy (1ª parte)


Cuando me despierto por la mañana todo está oscuro; las preocupaciones y angustias me invaden, mi debilidad me frena. Tengo necesidad de dar luz  y fuerza a mi vida y solo en Jesús encuentro esa luz que da sentido a mi vida y las fuerzas necesarias para afrontar mis ridículas cuitas. El mundo, preñado de egoísmo, materialismo y hedonismo, solo alumbra guerras e injusticias y no me da ninguna respuesta ni esperanza ni en el día a día ni frente a la muerte. La justicia, la paz y la armonía solo vienen de la mano de la Palabra de Dios, creador de todo, principio y fín de todas las cosas. Esa Palabra me revela quién es Dios, quién soy yo, y cual es mi destino extraordinario e impensable junto a Él; ella da sentido a mi vida y a mi cruz, disipa mis tinieblas. Esa Palabra me dice que Dios es mi padre, que me corrige y prueba pero que nunca me abandona. También me dice que ese Dios ha bajado a la Tierra en la persona de su Hijo, Jesús, mi maestro y hermano, que me espera en el cielo y me acompaña y guía ahora con su Espíritu Santo. Así mismo me revela que todo es fruto del amor de Dios, manifestado de mil maneras a través de la historia y de mi historia personal; un amor sin límites, que ha llevado a su Hijo a una muerte de cruz para pagar por nuestras culpas, por mis culpas; ha pagado mis deudas y puedo presentarme, junto a Él, al Padre. Por si fuera poco, también me ha dado una madre, María, que intercede y vela por mí en el cielo y que nos visita, de vez en cuando, en muchos lugares, para alentarnos y darnos un empujón en nuestro camino hacia su Hijo.

Por tanto cuento con una familia extraordinaria que me espera en el cielo pero que no se olvida de mí ahora, en la Tierra, arropándome y guiando mis pasos a través del Espíritu Santo de Dios que reside en su Iglesia, en cuyo seno derrama su gracia y sus dones a la comunidad de creyentes. Esa Iglesia, con todo lo que ella contiene y supone, es la realidad tangible que me liga al mundo de lo intangible e invisible; es lo que explica que los cristianos podamos vivir en este mundo con los ojos puestos en el mas allá sin sentirnos  o ser tachados de esquizofrénicos.

A lo largo de la historia, todas las civilizaciones, desde oriente a occidente, han recogido la realidad espiritual y religiosa del ser humano. En la iglesia de Cristo es donde esa realidad espiritual, desde muchos puntos de vista, se asienta de forma incomparable y como en ninguna otra religión o práctica religiosa. La razón es sencilla; nada puede ofrecer una manifestación y actuación divinas con el contenido, claridad, contundencia y continuidad que ella ofrece : Primero, la Iglesia recoge en la Biblia el mensaje de Dios que nos explica lo que somos y a donde vamos; el amor de Dios como causa de todo; la caridad como única ley que puede hacer un mundo mas justo y en paz; mensaje de Dios que culmina y alcanza su plenitud de desarrollo con la venida de Cristo Jesús. En segundo lugar, ninguna otra religión puede ofrecer la multitud de hechos extraordinarios y milagros que se han realizado y se siguen produciendo en el seno de la Iglesia. También, en el ámbito individual, somos muchos los que tenemos una experiencia de la actuación divina en nuestras vidas. Resultado de ese amor continuado del Padre, manifestado a través de la Iglesia, es la enorme labor que ésta ha desarrollado y sigue desempeñando  en bien de la humanidad por medio de cantidad de institutos y organizaciones. Manifestación y fruto del amor divino es la multitud de mártires y santos que han entregado su vida a Cristo y al prójimo y que constituyen un testimonio muy sólido de la verdad que habita en la Iglesia.

La Iglesia comienza su andadura con Jesús: Él elige a los apóstoles y a Pedro como cabeza del colegio apostólico.; les asigna una misión,- “Id al mundo entero a predicar el evangelio”- , la misión de divulgar la buena noticia de salvación y esperanza para todos los hombres; en el trance de su muerte, Jesús nos deja a su madre como madre nuestra y de su Iglesia. Tras su ascensión a los cielos, la Iglesia queda definitivamente constituida cuando en Pentecostés recibe el Espíritu Santo que le dá la fuerza y la luz necesarias para desempeñar su misión de continuar anunciando a todos la salvación y la esperanza.

Cristo, nuestro salvador y guía, sigue presente en la Iglesia, en nuestras vidas, a través de su Palabra, su Espíritu y su cuerpo y sangre eucarísticos. No habría sido del todo justo que Jesús nos privara a las generaciones futuras de su presencia y asistencia; Jesús sigue vivo y cercano a nosotros en su Iglesia. La Iglesia tiene su “piedra angular” en Jesús; recibe de su Palabra la luz y de su Espíritu la fuerza. La Palabra de Jesús nos permite conocerle a Él que es nuestro modelo, “camino, verdad y vida”. Su Espíritu ilumina su Palabra, su voluntad, y nos da la energía que necesitamos para seguirla, despegándonos de nuestro egoísmo.

Todos los problemas que la Iglesia tiene en la actualidad tienen su origen precisamente ahí, en esos fundamentos que acabo de mencionar y que, en mayor o menor medida, se han ido desdibujando a lo largo de los tiempos : Un modelo, Jesús, que ha perdido nitidez cuando no se ha oscurecido totalmente; un Espíritu Santo del que nos hemos descolgado un tanto o bastante. Todo ello se ha producido como consecuencia de la excesiva contaminación mundana que se da en el seno de la Iglesia a todos los niveles. Por ello, intentaré analizar esos fundamentos y así poder conocer en qué y cómo nos hemos apartado de ellos.

En cuanto a nuestro modelo de vida, Jesús, trato de fijar los rasgos esenciales de ese modelo como cuestión previa que me permita ver en qué medida nos hemos desviado : En primer lugar, lo más llamativo, extraordinario y trascendente es que Jesús es Dios; nada menos que nuestro Creador hecho hombre con la misión de llevarnos junto a él, no a la fuerza sino atrayéndonos con su amor demostrado en su palabra, vida y muerte. Esa misión salvífica es tan importante y esencial que la traspasa a su Iglesia, a todos nosotros, ordenándonos que proclamemos el evangelio a todas las naciones.  Su misión y su amor no tienen mas límite que nuestro rechazo a creer en Él. Nuestras culpas y errores no son obstáculo  ya que él no se cansa de decirnos que “el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido”,  “que hay más alegría en el cielo por un solo pecador arrepentido que por 99 justos que no necesitan arrepentirse”. Misericordia y perdón son pues rasgos esenciales de la figura de Jesús junto a su misión evangelizadora.

En segundo lugar llama la atención  que ese Dios infinitamente superior a nosotros, todopoderoso, viniese a la Tierra como un hombre pobre, nacido en un pesebre en el seno de una familia humilde; que llamó junto a Él, antes que a nadie, a unos pastores y que, ya de mayor, dijese que “no tenía donde reclinar la cabeza”; vivía de la caridad.

En tercer lugar destaca en Él su actitud humilde y de servicio, –“aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” , porque “el Hijo del hombre no ha venido a que le sirvan sino a servir y dar la vida por muchos”- ; no hace ninguna ostentación de su superioridad y autoridad; se impone por el amor y su sabiduría; aspira a convencer y no a vencer porque Él ha creado hombres libres para que le acompañen en el cielo no como borregos.

En cuarto lugar hay que resaltar su obediencia al Padre por encima de todo y todos. Hasta el amor que siente por sus padres, José y María, queda relegado a la voluntad de su Padre celestial; “no sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre”, les dice a sus padres terrenales que , angustiados le encuentran en el Templo y le reprenden que se les haya escabullido. En su pasión eleva una oración al Padre : “si es posible que pase de mí este cáliz; más no se haga mi voluntad sino la tuya”

En quinto lugar, su corazón estaba con los pobres y necesitados con los que se identifica a la hora de juzgarnos, tras nuestra muerte: “cuanto hicisteis por uno de esos pequeñuelos, conmigo lo hicisteis”.  Leemos en la Escritura “pasó por la vida haciendo el bien” curando a enfermos y lisiados.

En sexto lugar, sobresale en su personalidad su iniciativa y dinamismo para hacer el bien y llevar a cabo su misión salvadora: Él elige a los apóstoles, anda de aquí para allá predicando en descampado, en las calles, en las sinagogas; ve el dolor de la viuda de Naím que acaba de perder a su hijo, y se lo resucita; hace bajar a Zaqueo de la higuera, sin conocerle, y le pide que le invite a comer a su casa; no le duelen prendas a la hora de comer con publicanos y pecadores con tal de  cumplir su misión.

En séptimo lugar, no podemos olvidar que Jesús es un hombre de constante e intensa oración, en permanente contacto con el Padre cuya voluntad es el eje de su existencia terrena. Se retira al monte a orar, pasa muchas noches en oración.

Finalmente quiero recalcar algo que ya he apuntado : Jesús es un hermano cercano . Nos dijo, “yo estaré con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos”, y así ha sido; Él está en su Iglesia; Él está en los corazones de aquellos que creen en El pues, dice, “vendremos a él y haremos morada en él”;  Él está presente en su palabra de forma inmaterial y en la Eucaristía de forma material. Él está presente en los pobres.

Una somera reflexión sobre la figura de Cristo hace aflorar varias ideas sobre la situación de mi Iglesia próxima, individuos e institución :

Antes que nada, para mí que la figura de Jesús, como causa y destino de nuestra existencia, no está asumida de forma plena por muchos de nosotros; de ahí que Jesús no sea el centro de nuestra vida y tengamos una vela encendida a Dios y otra al diablo; somos unos tibios que tranquilizamos nuestras conciencias con ciertas prácticas pero nuestro corazón lo tenemos puesto en el mundo, con sus pompas y vanidades, como si esto fuera nuestra morada definitiva; vamos, que pensamos poco en la muerte. La tibieza es un virus que mina poco a poco lo que nos queda de fe, y sin darnos cuenta vamos entrando en un relativismo moral que termina apartándonos de la práctica religiosa y de la Iglesia, construyendo una religión, a nuestro antojo y medida, que pervierte los valores y va dejando cada vez más espacio a la soberbia y el egoísmo con todo lo que esto acarrea ( codicia, envidia e ira en primer lugar, seguidos de pereza, lujuria y gula) con la triste consecuencia de un notable deterioro familiar; o bien, otro fruto de la tibieza puede ser el fariseísmo en que incurrimos al no considerar que el cielo se nos da de forma gratuita, por amor, y nos preocupamos de cumplir y no de amar, vamos a misa pero despreciamos al vecino y somos injustos con nuestros empleados. No acaba de calar en nosotros la idea del amor gratuito de Jesús hacia nosotros, de su misericordia y perdón; en definitiva no conocemos a Jesús  y en consecuencia no nos sentimos amados por Él  y tampoco amamos. Jesús ya nos lo advierte de forma clara, “ ningún siervo puede servir a dos señores…no podemos servir a Dios y al dinero”. Y a la hora de elegir a quién servimos, Él también es muy claro, “allá donde está tu corazón, está tu tesoro”. ¿Dónde tenemos el corazón?.

No es de extrañar que si el mensaje de Jesús de amor y salvación no está arraigado en nosotros de forma nítida, nuestro espíritu misionero y acción de evangelización brillen por su ausencia o deficiencia en el mejor de los casos; hemos dejado de ser “sal de la Tierra” y nos hemos convertido en sal que se ha vuelto sosa y que no sirve mas que para  “ser arrojada y pisoteada”.

Sin descartar la responsabilidad individual de muchos de nosotros en la situación de la Iglesia de hoy,  tampoco se puede omitir la cuota de responsabilidad que en esto le corresponde a la jerarquía eclesial; a lo largo de muchos años, y en muchos aspectos y ocasiones, esta jerarquía no ha sabido transmitir el mensaje evangélico con autenticidad y ha difundido una religión moralista e individualista que ha hecho más hincapié en cumplir una serie de preceptos y no pecar que en amar y confiar en el amor infinito de Jesús. Huyendo de los errores de Lutero han cometido el error de negar la parte de verdad (insisto, solo parte) que encerraba la postura luterana.

Otro rasgo de Jesús, que no siempre se reconoce en la Iglesia, es su condición de hombre pobre. Como un mero apunte diré que tal condición no se corresponde muy bien con las formas que han acompañado y acompañan a muchos jerarcas ni tampoco con los palacios arzobispales que habitan.  Tampoco la humildad de Jesús parece ser la pauta que imitan algunos sacerdotes y catequistas, autoritarios y prepotentes, que olvidan su papel de instrumentos de Jesús al servicio de los demás y, creyéndose lo que no son, adoptan actitudes impropias de quienes son meros mensajeros y servidores.

El dinamismo y la valentía de Jesús no se ven reflejados en muchos cristianos, acomplejados y acobardados, que muchas veces esconden la cabeza ante un ambiente hostil, como avergonzados de su condición. La falta de una fe profunda, ya lo apuntaba antes, determinan una práctica de la fe pasiva y timorata; el cristiano se encierra en sí mismo y  las parroquias se convierten en centros exclusivos para unos cuantos cristianos que, con actitud individualista e independiente, acuden a recibir ciertos servicios religiosos. Ni que decir tiene que la labor misionera y evangelizadora de la Iglesia ha perdido fuelle y que urge recristianizar sociedades que tradicionalmente eran cristianas. El Papa Francisco no deja de alentar una Iglesia “en salida y de acogida” que busque a los hijos de Dios allá donde estén, sin excluir a nadie.

Por último,  el Jesús en oración no es un modelo que muchos sigamos. Nuestro desconocimiento de Jesús, nuestros afanes y planes mundanos, acarrean casi necesariamente nuestra falta de oración; y si no tratamos a Jesús en la oración y en la Eucaristía, mal podemos sentirlo cercano y apoyarnos en Él en nuestra vida cotidiana. Entonces buscamos nuestra seguridad en el dinero y con ello tenemos servida la angustia, la envidia y la confusión entre otros muchos males.

Junto a la pérdida del modelo que seguimos, mencionaba antes otra causa del deterioro de la Iglesia de nuestros días : El debilitamiento del vínculo que la une con el Espíritu Santo. Este vínculo, que fecunda y vigoriza la Iglesia, pierde fuerza cuando en ésta se difumina su esencia de comunidad de creyentes unidos a la cabeza, Cristo, centro de la vida de la comunidad y sus integrantes. En el plano individual , muchos católicos acudimos a la parroquia y a los sacramentos con una actitud individualista prescindiendo de su aspecto comunitario, es decir, sin sentirnos parte de una comunidad. Esto es especialmente grave en el caso de la Eucaristía, sacramento de unión con Cristo y con los hermanos; sacramento que hace y consolida la Iglesia tal y como ocurría en los primeros tiempos en los que la Eucaristía dominical constituía el eje de su vida, una vida  en comunión, en común unión, entre todos ellos. La Iglesia de hoy en España ha perdido mucho de aquel hermanamiento en torno al día del Señor y su Eucaristía; para muchos la Eucaristía dominical es un servicio religioso que recibimos a la hora que más nos conviene, que acoplamos en nuestros planes de ocio o diversión con un carácter secundario; un trámite que hay que cumplir en  pago a un hilo de fe que nos queda; casi un hábito que se apoya en una necesidad sicológica,  no en una convicción, que nace del íntimo sentimiento de que existe un más allá y un Ser superior. La falta de una fe profunda y el debilitamiento del sentido comunitario de ésta lleva a perder la conexión de muchos con la parroquia, Iglesia local, y, al final, a no acudir a la misa dominical; pasan a engrosar el número cada vez mayor de los católicos no practicantes.

Pero no solo se da una desconexión del cristiano de la comunidad parroquial; también existe otra que se produce entre la parroquia y algunos movimientos que nacen en el seno de la Iglesia y se nutren de ella, pero que no hacen todo lo que deberían para robustecer la unidad de la Iglesia, de la comunidad parroquial; se preocupan de la formación de sus seguidores y no mucho de los hermanos que no pertenecen a su grupo o movimiento; realizan puntualmente determinados servicios a la parroquia pero no se abren a la vida comunitaria todo lo que sería de desear, celosos de su identidad de grupo y de sus celebraciones particulares; son como pequeñas Iglesias privadas más o menos aisladas del resto; de hecho, muchos integrantes de esos movimientos se consideran, y lo dicen, mejores y más auténticos católicos que los demás; esto resulta paradójico cuando la esencia del cristianismo, de la Iglesia, es la unidad en Cristo y el servicio.  En Cristo, uno con su comunidad eclesial, nacen las otras notas esenciales de la Iglesia, la santidad, la catolicidad o universalidad y la apostolicidad.

En mi próximo escrito, si Dios lo permite, intentaré desarrollar algunos de los puntos que he mencionado en este capítulo y que merecen un mayor desarrollo.